EDICIONES DIOTIMA
¡CONCURSO DE CUENTO!


Gente querida: El 15 de Febrero damos a conocer el resultado de nuestro CONCURSO DE CUENTOS. Están pendientes de las novedades. Premio: 100 dólares y publicación del cuento en el Blog de Ediciones Diotima. Pueden leer los cuentos que participan en este enlace.



NUESTROS LIBROS FAVORITOS

En esta sección iremos publicando material de los libros favoritos del público y de los medios. En esta oportunidad, un cuento del libro "Desaforado" y otro de "La versatilidad de las cosas"


BABAS DEL DIABLO
Un cuento del libro "Desaforado", de Ramiro Cachile.


“...O si sencillamente cuento una verdad que es solamente mi verdad, y entonces no es la verdad salvo para mi estómago, para estas ganas de salir corriendo y acabar con esto, sea lo que fuere” Roberto Michel - Las babas del diablo - Julio Cortázar


A la mañana, le quiero contar el sueño a mamá. Soñé con Maxi, ma. Está ojerosa, de llorar o de dormir mal, y hace las cosas como una autómata, peor, como en un “loop”, porque va y vuelve con la pava y mira a la nada y vuelca un poco de agua y con la otra mano y un trapo, limpia el enchastre. Si los ojos se le ponen blancos, ya sé, la siento en un sillón, con una mano en la cabeza y otra debajo de la axila; la acuesto, despacito, así no se marea, así no vomita. Y que duerma un rato más. Si no, está bien. Se va a recuperar. Las pastillas. El efecto retardado. Las pastillas que guarda arriba de la heladera, en un canastito de mimbre junto con los tickets de la farmacia, de la verdulería, del supermercado chino de acá a la vuelta.

Centelladas oblicuas, eso había visto en el cielo. Dos o tres rayos sin nubes, solo electricidad. Campos eléctricos flotantes. Un líquido blanco y brillante que entraba por un tajo y que caía como telaraña, como baba del diablo. El viento balanceaba las telas, que parecían livianas, de seda. Despejado, el cielo, y un calor que rajaba la tierra. Maxi estaba nervioso o excitado, hacía ese movimiento con las manos, como de estar amasando algo mínimo con la yema de los dedos, se mordía los labios, Maxi, y yo me preguntaba cómo va a estar así nervioso, así de cagado, si está muerto. Pero nadie me hizo caso, estaba ahí, con nosotros, y veía lo mismo que yo, ahí, en el cielo. Las babas del diablo.

Prendo la tele y no hay novedades, no todavía, dice el tipo de las noticias. Seguimos a la espera, dice la tipa. Se complementan, ellos dos. Los programas a la hora de la siesta dicen que son pareja o que tienen algo, que hay onda. Ellos lo niegan. Tienen química, hacen chistes. Eso sí se puede ver. Alguna vez, ella dijo que lo amaba, que era su amor platónico y se rio. A todos nos confundió un poco. Él dijo que de esas cosas no hablaba, no les hacía caso, que estaba feliz. Tengo un video, dijo ayer un panelista de los chimenteros, los encontraron a los besos en un cine de Belgrano. Pensé en los VHS que usábamos para grabar películas y guardarlas en el “rack”, con los nombres en fibrón rojo. Era chico. No te olvides de poner la fecha, decía papá que todavía no se dejaba la barba. Entonces, con números, ponía primero el día, después el mes, después el año. Hacíamos maratones de películas en el verano. Salía de la pileta, me tiraba mojado en el piso frío y usaba la toalla de almohada. El turbo en velocidad tres. Papá siempre tenía una sorpresa: a veces, helado, otras, Coca Cola. Cine “shampoo”: Todos los perros van al cielo, 101 dálmatas, Beethoven, La bella y la bestia; Titanic sin la escena de las tetas que tanto avergonzaba a mamá. Después me dormía, ahí nomás. Me despertaba al otro día en mi cama.

Yo no soñaba estas cosas, todavía no.

Papá llega con facturas del trabajo. Medialunas, vigilantes, tortitas negras, bombas con dulce de leche. Trabajó toda la noche. Está malhumorado, dice que todavía no les dan la cuarentena como a los demás, que los hacen ir a trabajar. Son unos hijos de puta, estos, dice, no les importa el laburante. Apoya el paquete en la mesa y mamá pone a calentar el agua. Ya está mejor, mamá, más ducha, más despierta. Otra vez la pasta, viejo. Ya sé, ya lo sé, gorda. Los escucho desde el sillón donde nos sentamos a mirar la tele: hago “zapping”, busco alguna novedad. Lo que se sabe es poco, escaso. Información confidencial. Certeza: hay que resguardarse. Algo está atravesando el espacio a una velocidad incontestable. No es una roca, ni una estrella, ni gas. Tampoco una nave espacial, dice la NASA. Usan términos como UAP, NOPE, que el Presidente repitió por cadena nacional: es un plato volador, qué tanto, dice papá, mirando la tele. Pero no tiene forma de plato volador, sino de bicho tenedor, lánguido y gelatinoso. Al menos, así se ve en las imágenes del satélite espacial. Así, también, lo veo cuando sueño. Papá tiene la boca llena de una factura con crema pastelera. Cuando habla escupe migas y pavadas. Baja el buche con mate.

Lo de Maxi es una novedad. No había soñado con él, todavía. Tampoco éramos tan amigos. Se lo comió crudo, el cáncer. Así dijo el enano Mauricio, cuando le preguntamos por el chat, que sí era muy amigo de él. En realidad, Mauricio no es enano, pero siempre fue el primero en la fila de la escuela. El director, cada vez que pasaba, le sacudía los pelos y él le mostraba los dientes y se volvía a peinar. Bravo, Mauricio, peleador. Así nos enteramos todos, por el chat del MSN. Se lo veía chupado, a Maxi, más flaco que lo normal, con una aureola negra alrededor de cada ojo. Hace poco, antes de que se mueriera, me lo crucé: yo volvía de la plaza o de jugar al fútbol o de la pileta de alguien. Nos dimos la mano. Estaba fría, como si recién la sacara de la heladera. Me dijo que venía del hospital. No me importó el motivo. Lo invité al ciber a jugar al “counter strike”. Nos faltaban algunos jugadores. No quiso, hizo esa cosa de frotar el pulgar con los otros dedos de la mano, se mordió el labio de abajo y se puso los auriculares. Loco, loquito de la guerra, pensé. Era muy gracioso verlos juntos, a Maxi y al enano, andar siempre con flojera, desgarbado Maxi, tenso el enano; raros ellos, los que tenían más probabilidades de entrar con un fierro al aula y matarnos a todos: el más alto y el más bajo de toda la división, hablando de animé, del Jugger. Jamás de fútbol ni de minas, que tampoco es que yo sepa tanto, pero es algo que pica cada vez más.

Los sueños empezaron hace unas semanas. Al principio, pensaba que era un dejo de la Guerra de los Mundos. No el libro; la película, la de Tom Cruise. La fuimos a ver al cine con papá. Quedamos emocionados. Después le dijimos a mamá que íbamos a pescar y la fuimos a ver de nuevo. En casa, papá imitaba bien a los trípodes, yo me revolcaba en el piso y esquivaba los rayos láser, pero cuando lo hizo en la galería del cine, un calor me subió desde la panza hasta los cachetes y él cambió rápido de tema, como si se hubiese preparado para ese momento durante años. Cuando volvimos, mamá preguntó si habíamos pescado mucho, si estábamos contentos, papá le contestó que habíamos sacado algunos bagres y después me guiñó el ojo. Un secreto nuestro, el último, atravesado por eso que había cambiado de forma un rato antes, en la galería del cine, y nos había dejado como dos extraños en un lugar desconocido.

Esa noche soñé con los bichos espaciales por primera vez. Se suspendían en el cielo un rato largo, era de día. Sus tentáculos se extendían como fideos volantes, los fusilli que comíamos en lo de la abuela Mirta. Se repitió, el sueño, hasta que salió en el diario, un recuadrito al costado de la contratapa, donde están los chistes, el clima, una modelo en bikini. Después, en la tele. Habló la NASA. Y el Presidente. El tema se volvió serio. Cuando le digo que yo anticipé todo esto, mamá dice que estoy sugestionado, que no exagere, que la mente es así: las imágenes que ves de día después se te mezclan en los sueños, que esa es la maravilla del inconsciente.

Mamá, claro, sabe de soñar, de pesadillas, de dormir mal. Empezó con eso del insomnio cuando quedó embarazada. A la bebé que no nació le decía Pupo. Pupo como el ombligo, que apenas pasó un mes y la panza de mamá se hinchó un cachito, salió para afuera como el tapón de una Pelopincho. Era chico, yo, me estaba dejando el pelo largo, las chuzas, según papá, para parecerme a mi primo. Joaquín era alto y flaco, arquero en algún club importante y sabía todo sobre las mujeres: había tocado las tetas de Anita Laboulaye –la hija superdesarrollada de un policía y una maestra– en un cumpleaños y en los recreos de la escuela, se ponía abajo de las escaleras para ver las bombachas de las chicas de quinto año. Una vez, él, bronceado como un pescador viejo, apareció con el pelo teñido de rubio en la casa de la abuela Mirta: eran los famosos claritos, como los que tenía Palermo. Decía que a las chicas les gustaba así, a lo futbolista. Llamé a mamá y le pregunté si podía hacerme lo mismo. Esperaba un no rotundo, fuerte como el arranque de la chata del tío Marcelo; tenía preparados los argumentos, yo, bien detallados, y después la lástima, el llanto y por último el enojo. De alguna forma me daría el permiso. Pero ella dijo que hiciera lo que quisiera, que no le importaba, que después le pasara con la abuela, por favor. Tenía la voz apagada, acuosa, como si a cada palabra se las tragara la cañería.

A la tarde, después de las facturas de papá, jugamos al carnaval. Es febrero y qué nos importa que no haya nadie en la calle. El cielo está cubierto por una bruma blanca y si miro directo al sol, late, como un corazón de fuego, hasta dejarme ciego. Con Lamberti jugamos a quién aguanta más antes de encandilarse. Lamberti es mi mejor amigo. Vive a dos casas de la mía, pero es como si viviera al lado. Toda la cuadra escucha los gritos de los padres, sobre todo a la noche. A veces se pelean, otras veces se ríen fuerte. Él se desarrolló antes, parece más grande que yo. A los diez, ya tenía bigotes y pelos en las axilas, y la voz, de un verano a otro, pasó de rasposa a grave, determinante. Me cuenta que anoche también soñó, pero no con Maxi ni con la baba del diablo, sino con la vieja Trinidad, una vecina que murió de un golpe de calor la tarde de nochebuena. La encontraron tres días después, el señor que le cortaba el pasto y le hacía los mandados. Dice Lamberti que los que vienen no son extraterrestres, son nuestros muertos: vuelven zombies. Lamberti tiene una imaginación genial. Cargamos las bombitas en la canilla del patio de su casa, un milagro de agua fresca al que le decimos “el manantial”, y le tiramos a todo ser vivo que pase por la cuadra. En su mayoría perros o gatos, pero también a las dos hijas de Pascual, el veterinario, que gritan que ya estamos bastante huevones para jugar a estas pavadas, después de regalarnos las puteadas más gloriosas del verano. Pero Lamberti no está divertido como yo, se sienta en el cordón y se tira el balde agua en la cabeza: ya fue, dice, me cansé de hacer esto.

Una vez me enamoré. Digo, una vez, como si fuera historia vieja, porque también fue ese verano y, por ser verano, el tiempo corre distinto: más denso, más cansado, como si las veinticuatro horas del día se pudieran comprimir, a la forma del tetris dice papá, muchas cosas. Se llamaba Victoria. Era prima de Lamberti, un poco más chica, era de Mar del Plata y venía a pasar las fiestas con sus tíos y sus primos. No lo dije: los Lamberti son muchos, son multitud y, en general, todos muy parecidos. Siete hermanos por parte del padre, seis por parte de la madre, todos con su harén, claro, y ellos, el núcleo duro, son diez. Pero hablaba de Victoria. Victoria, Ay, ¡qué decir!... Un eslabón perdido, tímida y hermosa, entre salvajes que se emborrachaban antes de las doce y se agarraban a las trompadas después del brindis. Los ojos grandes, desproporcionados para una cara tan chica, la colita de flor roja en el pelo, los aritos de perlas.

Nunca dejé de preguntarle por el mar.

Quería saber si era verdad que podías escucharlo a través de un caracol, cómo era el ruido, si de noche parecía enojado y si de día se tragaba los gritos de la gente; quería conocer cómo era la textura de la espuma, el sabor del agua, el olor; si había sirenas, ballenas, aguas vivas. ¿Cómo se veían las tormentas en el mar? ¿Y los barcos? ¿Y dónde va a parar el cuerpo de la gente que se ahoga? ¿Alguna vez viste un ahogado, Victoria? El cuerpo hinchado de agua, pálido y frío, la piel fina, las venas traslúcidas, violetas. Victoria hablaba y hablaba, me contaba todo lo que sabía del mar. La escuchaba y pensaba que quería darle un beso, pero también que no se enterara Lamberti ni papá. El beso llegó el treinta y uno de diciembre, mientras mirábamos cómo se quemaba el muñeco de la bruja Cachavacha que habían hecho en la rambla para celebrar el año nuevo. Ella se asustó de los petardos, me abrazó y yo le di un beso seco. No lo pensé, solo pasó. Así estuvimos, unos segundos, boca con boca, sin movernos, sin hacer todo ese boqueo que hacen los peces fuera del agua que siempre me repugna ni el tanteo de la lengua en el paladar del novio que hace la hija de Pascual en la esquina de casa. Fue el primero de los míos y, ojalá, el primero de ella. Después salió corriendo y yo corrí detrás, estirando la remera para que no se me viera el bulto del pito en el short: esquivando heladeritas con cerveza, reposeras, botellas vacías donde ponían las cañitas voladoras y algún que otro borracho durmiendo contra el cordón.

Algunos días después, el sueño se repite. Le cuento a mamá que también estaba Victoria, pero no podía tocarla ni hablarle, no me salían las palabras. Era como si todo eso que pasaba en el cielo nos hubiera conjurado, limitado a solo mirar sin entender, esperando algo, no sé qué. Por eso, me levanté irritado. No la pude tocar, otra vez, ni decirle que pensaba en ella. Llueve, esas lluvias de verano sostenidas, cargadas de humedad, con nubes gordas, grises y parejas que avanzan por el horizonte, reinventándose, cambiando sus formas, hasta ocupar todo el azul como una enorme enredadera: tan firmes, tan quietas ahora, que parece que no se van a ir nunca más. En mis sueños, quiero decir, cada vez que sueño con Victoria, ella tiene distintas caras y distintos cuerpos. A veces puede ser otra chica, pero ahí, mientras sucede, es ella, es lo que me pasa adentro, en la panza, lo que me dice que es ella. Pero esta vez, mamá, digo, era ella y era distinta. Yo intentaba sacarla de la calle, meternos en casa, pero estaba firme, estaqueada en el suelo. Miraba hacia arriba, a la seda blanca y brillante que se bamboleaba en el aire, era la baba del diablo, la de siempre, que ya había bañado el techo de las casas.

Es domingo y es un día más fresco que los demás. La tormenta trajo un poco de alivio, el olor a pasto mojado y la humedad de las paredes; los primeros pájaros que se apoyan en los cables y en los postes, que festejan el agua que vino del cielo. Papá dice que vamos a tener problemas con las babosas y las arañas, que se van a querer meter a casa, que algo hay que hacer con las filtraciones, que si nos ponen en cuarentena se va a dedicar a eso. Mamá lo chista, le acaricia un poco el mentón y le dice que no se estrese, basta, gordo, que no sabemos qué es lo que va a pasar. Prendé la tele, dice, a ver si hay algo. Todos los canales muestran la misma secuencia de imágenes, en vivo y en directo, la baba del diablo atravesando el espacio; ese tenedor flácido, pálido, haciendo contacto con la atmósfera.

Alguien golpea las manos afuera.

Todavía llovizna un poco, una garúa, y nos preguntamos quién puede ser, justo ahora. Es Lamberti, dice que en su casa se cortó el cable. Está mojado, empapado. Le pregunto si estuvo mucho en la calle, si es verdad que viene de la casa. No contesta. Tipo duro para las cosas tristes, Lamberti. Tiene la cara hinchada y los ojos vidriosos, parece traer el peso de toda la noche. La última vez que lo vi así, se había quedado dormido adentro de la garita de seguridad abandonada, en los terrenos fiscales al costado del arroyo. Estaba sucio y contento, decía que se había despertado a eso de las tres, que en lo oscuro había todo tipo de bichos que salían del arroyo y andaban por la calle, haciendo un mundo distinto, suyo, tan ajeno al nuestro como una jungla, una selva, el mar. Tipo aventurero, Lamberti, encantador cuando quiere, dice mamá, esa alegría que le sale natural y que cada día que pasa se hace más tenue, como la llama de una vela de cumpleaños que nunca se sopla. Mamá le da una toalla y él se seca, se acerca al televisor. Algunas cosas las sé sin preguntar, con solo mirarlo. El silencio es un código nuestro, tácito, donde respondemos las preguntas que no hacemos. Como esa garita en medio de la noche y de los bichos, un espacio de resguardo.

Estamos todos, entonces, alrededor del televisor. El bicho cambió su velocidad y ahora parece calcular cada movimiento antes de entrar al planeta. Es una masa amorfa, viva, con un cerebro y un cuerpo, sensible al tacto, a la temperatura, a los olores de la Tierra. Se frena y papá pregunta qué carajo pasa. Saca la cabeza por la ventana, mira al cielo encapotado y qué mierda estas nubes que no se puede ver nada. Mamá lo putea, al bicho, como si eso lo pudiera espantar y a papá también, le dice que no hable con la boca llena.

Un silencio tenso corta el aire, en la televisión, en casa, en el barrio: suspende al tiempo, lo aparta de nosotros. Él despliega sus tentáculos y acaricia los pliegues del planeta, como si lo estuviera reconociendo. No es agresivo, más vale tímido o precavido. Lo conozco de antes. Pienso que está angustiado, como todos, que tiene miedo, que lo nuevo siempre nos desacomoda un poco.

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La Machi
Un cuento de "La versatilidad de las cosas", de Fabiana Galcerán


“Toda machi debe seguir el camino indicado en el Admapu y no dejarse llevar por el mal. Si no cumple estos preceptos, estará siguiendo un camino equivocado que la conducirá a ser considerada kalku, persona que practica el mal por medios místicos o espirituales.

“Admapu”: conjunto de antiguas tradiciones que rigen el comportamiento en la sociedad mapuche.



La tarde era seca y polvorienta.

El viento del norte levantaba ráfagas que insistían en pegar el polvo a mis pobres pantalones. Saqué el reloj del bolsillo. La cadena relumbró con el sol de la tarde. El paisaje era hermoso, pero la inmensidad de la pampa parecía abandonada de las manos de Dios. Eran las seis, faltaba un rato para la llegada del tren que me llevaría de vuelta a Buenos Aires. De vuelta a la civilización. Miré a mi compañero de banco.

Estábamos los dos solos en aquella vieja estación. El desconocido miraba un punto fijo en la distancia, casi sin parpadear. El cabello negro, hasta los hombros, mostraba ya algunas canas. Su piel parecía ser de ese cuero grueso que había visto en los recados de campo, curtidos por el sol y por los avatares del tiempo. Llevaba bombacha y los pies enfundados en una especie de calzado de lona del que asomaban los talones agrietados. A pesar de ello, parecía prolijo a juzgar por la camisa, de un blanco inmaculado.

Volví a mirar el reloj. La escena parecía irreal: casi podía vislumbrar una postal de la pampa, con aquella estación de fondo, el atardecer y nosotros dos como personajes antagónicos.

—No se gaste —dijo, y por primera vez pude ver su rostro de frente.

Tenía una pequeña cicatriz que le doblaba uno de los ojos negros hacia abajo. Los labios gruesos, las cejas casi unidas en el puente de la nariz. Dijo:

—El tren, por estos parajes, siempre llega hora y media o dos horas tarde.

Su voz era profunda y quedada y su manera de pronunciar la “s” era casi indetectable, como si las aspirara.

—¿Va para Buenos Aires? —pregunté, para contestar algo.

—No. Me gusta sentarme aquí por las tardes —respondió. Sus ojos volvieron a mirar el horizonte—. Me gusta mucho. ¿Ve eso? Me gustan esos remolinos polvorientos que forma el viento. Crecen, y parecen subir pa’rriba hasta que desaparecen.

—Ah —dije.

En ese momento, el guarda, que dormía dentro de la estación, salió.

Dio una vuelta por ahí, como si esperase ver el tren. Llevaba el uniforme arrugado. Bostezó. Al volver a entrar, me miró e hizo un gesto con el dedo. Lo giró en su sien.

El hombre, que observaba los remolinos, emitió unos sonidos. Lo miré perplejo, hasta comprobar que era una risa profunda.

—Ese se cree que estoy loco. Hay gente que no sabe entender, pero la vida es así: hazte la fama... ¿Vio? Piensa eso porque, de gurí, yo solía andar con la Machi.

—¿La Machi? —repetí, ansioso por escuchar una historia que me distrajera del calor y opresión de aquella inmensidad.

—La Machi. Los porteños la describirían como una curandera, medio bruja. —Se acomodó mejor en el asiento y cruzó la pierna, como si se preparara para contar su historia favorita—. Siempre fue igual desde que la vi por primera vez. Cuando niños, apostábamos unas chauchas a ver quién se llegaba hasta su casa. Escondidos tras los maizales, la observábamos, pero ella fijaba esos ojos de carbón, exactos, justo dónde nos encontrábamos. Y corríamos alborotados. Se nos ponía la carne de gallina al escuchar esa risa cascada, fuerte, que nos seguía. Encandilado por la leyenda, yo volvía sobre mis pasos a esconderme. Procuré entrenar mi coraje y la miré. Era bajita, rápida en sus movimientos, arrugada y marrón. Mezcla de toba y guaraní. Mis amigos me decían: “Qué corajudo” y, mientras me engatusaban con un “falta envido”, yo inventaba historias sobre la magia de la Machi. Sobre gualichos y otras hierbas.

El recuerdo le arrancó una sonrisa.

Se quedó callado, como si sopesara alguna información que tal vez no estaba seguro de dar. Miré a la distancia de nuevo, pero con temor a que llegase el tren.

— Señor —lo llamé, para sacarlo de su recuerdo—. ¿Qué pasó con la Machi?

Me miró y cambió de posición. Apoyó los antebrazos en las rodillas, mientras en su mano daba vueltas una boina vasca.

—Una tarde vino una mujer. Recuerdo que un viento macho se levantó mientras garuaba. La Machi me miró como pa’ prevenirme. “Vienen problemas”, me dijo. La doña esa venía acompañada de un hombre manso y pequeño, un cuatro de copas. Ella, al contrario, cargaba en los ojos una decisión indeclinable –o eso me pareció–. Llevaba una especie de bandeja donde tenía un pedazo de barro duro, con una huella impresa, una huella humana. Hablaban en susurros y, ante una negativa de la Machi, la mujer empezó a gesticular. Hasta parecía que le cantaba las cuarenta. Me quedé helado. Nadie se había atrevido nunca a dirigirse así a la bruja. Después, ella aceptó la bandeja y se fueron.

—¿Quiénes eran? —le pregunté.

—Doña Isabel, la dueña de estas tierras y de todo lo que puedan pisar tus pies en un día de caminata.

—¿Qué vinieron a buscar?

—Desgracia, según me dijo, y me ordenó que me fuera pal’rancho, que no era noche esa pa’andar así, por ahí. Yo no insistí. Había aprendido que, cuando la Machi no quería, era imposible escucharla hablar. Había en ella un aire triste, como desamparado aquel día. Agarré el pingo y me fui. Pero esa nochecita volví. Volví con viento de frente. Ya había aprendido a ocultarme de la Machi. Me arrastré entre el yuyaje y la vi. No se lo puede imaginar… Tenía el rostro iluminado por el fuego. Más marrón que de costumbre. Las ancianas arrugas, muy marcadas. Movía una especie de bastón sobre la bandeja con la huella. Decía palabras antiguas. Las susurraba con veneración, con respeto y, cada vez que pasaba aquel palo sobre la huella, los ojos parecían írsele pa’trás.

»Yo quedé estaqueado de espanto cuando la Machi levantó la huella con una espátula y la dio vuelta sobre el fuego. Crepitó como si recibiera grasa de cerdo. ¿Sabe usted? Se decía que, de entre sus artes, el poder más oscuro que tenía la Machi era el de revivir animales muertos, dando vuelta sus huellas. Pero esta huella, la que habían llevado los dueños del campo, era humana. Entonces comprendí la atrocidad de los hechos. Fue en ese momento cuando a la luna se la tragó el cielo y escuché lamentos de animales que el campo no conocía.

El hombre hizo una pausa en su relato. Me moví en el asiento mientras el sol se ocultaba en ese instante en el horizonte y el viento pareció aumentar. Me acerqué, porque el hombre había bajado la voz y era casi un murmullo. Siguió hablando:

—Desde esa noche, el aire se enrareció. El ganado comenzó a morir de manera extraña. Los paisanos hablaban de una criatura que atacaba, comía los carrillos del desafortunado animal y dejaba el resto pa’los carroñeros. Unas semanas después, Don Ignacio, el herrero, la supo esperar, escopeta en mano, escondido en la caja de la camioneta. Ya había perdido dos lecheras y no quería perder más.

»Dicen que el cuerpo tenía algo de humano, que era igualito al hijo de la doña Isabel. El hijo que había muerto, semanas atrás, cuando un alazán lo había tirado y le había partido el cuello. Después de esto, la Machi nunca volvió a ser la misma. Perdió la vista y ya no pudo leer las huellas pa’resucitar animales. Pareciera ser que el de arriba le sacó esa habilidad, como para castigarla. ¿Quién sabe? O para que no lo hiciera más.

En ese momento, la sirena del tren me sobresaltó. Ya estaba oscuro. La luz de la locomotora me encegueció. Me puse de pie y busqué en vano al hombre para saludarlo y agradecerle la historia, pero había desaparecido.

Agarré mi bolso un poco aturdido, como si hubiese estado durmiendo y de golpe la realidad me hubiera despertado. Subí al vagón y me acomodé al lado de la ventana. Cuando arrancó, volví a buscarlo con la mirada. Me pareció verlo en la esquina de la estación, junto a la figura menuda de una mujer oscura y pequeña. Pero la imagen se diluyó junto con el vaho del tren que me llevaba a Buenos Aires.

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