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Biografía de un fantasma (no asusta, pero trata).

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Gise_cec, Dom Dic 10, 2023 7:05 pm

Vivo en esta casa desde los tiempos en que fue construida, no recuerdo la fecha exacta. Han pasado tantos años ya, ha cambiado tantas veces de habitantes y de fisonomía, pero sigue siendo mi casa. Puedo reconocer el olor de sus paredes, la calidez de su piso de quebracho, puedo sentir el sol colándose iridiscente entre los vitrales de colores.
De todos los vidrios de colores el violeta es el que más me gusta, pinta las paredes blancas por momentos en una maravillosa ola viva de trasmutación, eso dijo una vez un profesor de reiki que vino a limpiar la casa de contenidos negativos, que el violeta trasmutaba, que había buena energía, que nos quedáramos todos tranquilos. Vaya uno a saber qué es lo que tenía intranquilos a los habitantes. El reikista prendió sahumerios, tiró agua con vinagre en las esquinas y recorrió toda la casa, yo por supuesto lo seguía de cerca, quería ver bien qué estaba haciendo en mi hogar.
Lo que más me preocupa es haberme olvidado de mi nombre.
Sé que esta es mi casa, que este es el lugar donde fui feliz, que esa chimenea la construí con mis propias manos, que los colores de los marcos de las puertas rojos fueron idea mía y quedaron perfectos, pero no puedo recordar mi nombre. El paso de los años hace eso, te quita algo de la identidad primigenia. La originalidad se va perdiendo, los que nos rodean se van metiendo en nuestro ADN y nos van cambiando sutilmente, de a poco, y si vivís el tiempo suficiente, si no estás atento, te convierten en otra cosa.
Puede evitarse, claro que puede evitarse, pero es muy difícil, porque tenés que saber lo que puede pasar y estar atento. Yo creo que en algún momento me distraje. La más pequeña de la casa, que es la que más me sigue y me habla, me dice Koroko, así que creo que me llamo así. Me gusta Koroko, pero me plantea otro inconveniente, no recuerdo mi sexo y el nombre no me ayuda. Pero creo que al fin y al cabo eso no importa ya. Estoy atento a las noticias que da el aparato que está en el centro de la sala, y por lo visto ya no estamos en una era de sólo hombres y mujeres, hay muchas otras identidades y me gusta, porque encajo igual, aunque no recuerde, y me doy cuenta de que no importa lo que sea en una estadificación por género, lo que importa es ser, y yo soy.
Me acuerdo de una mujer que vivió acá sola hace años. Usaba siempre un pañuelo en la cabeza, adentro o afuera de la casa, creo que nunca pude saber de qué color era su cabello, intuyo que al asearse y sumergirse en la inmensa bañera de patas que tanto me gusta, se lo quitaba, pero el respeto me impedía entrometerme en esos momentos tan íntimos, nunca llegué a tanto por más curiosidad que sintiera.
La mujer era una verdadera alma en pena. Silenciosa, tan silenciosa que la casa parecía deshabitada, nunca ponía música pese a que había una hermosa radio marrón con dos perillas que me divertía girando de un lado para el otro; nunca cantaba ni tarareaba, no hablaba sola, no emitía sonido alguno. En algún momento creí que la conclusión más coherente era que la señora era sordomuda, pero no. Y lamento recordar que lo comprobé de un modo espantosamente terrorífico, aún lo pienso y me recorre un estremecimiento, como si un rayo me atravesara. Estaba yo esa tarde jugando con las perillas de la radio, porque otro entretenimiento no tenía, y de tanto jugar había podido al fin hacer clic. Giraba y el clic encendía la radio. Cuando conseguí hacer eso y poner un bello tango que mataba el silencio absoluto donde me había sumido esta mujer, aparece ella que estaba en otra habitación, y con cara descompuesta se acerca a la radio y la apaga.
No podía creerlo, tanto tiempo conviviendo y veo que la muy desgraciada al fin y al cabo escuchaba, aunque había elegido el mutismo total. Tengo que reconocer que me enojó, me enojó mucho su hostil actitud, así que hice clic otra vez. Y ella otra vez la apagó. Y yo clic y ella clac, hasta que de repente gritó. Gritó y me aterrorizó ese grito, que parecía venir del mismo infierno, parecía que un alma oscura le salía por la garganta, y ahí mismo cayó muerta, al pie de la radio.
No sabía que hacer, la verdad que no sabía que hacer y me refugié en el altillo. Fueron los peores días de mi existencia, pasaron más de dos semanas hasta que al fin alguien entró por la puerta de calle y se llevó de ahí el cadáver ya casi putrefacto y hediondo. Aún puedo ver las marcas que dejó en la madera del parqué el líquido que resumía de su cuerpo. Menos mal que los que llegaron después nunca supieron de la dueña anterior, y taparon la mancha de la que desconocían el origen con una bonita alfombra que habían traído de Marruecos.
La familia de la alfombra marroquí era ruidosa y alegre. Eran cuatro, un matrimonio y sus dos hijos, llegaron para la época en que en la calle dejaron de escucharse las ruedas de los carruajes y comenzaron a circular los primeros aparatos esos que veía desde el altillo echando humo y haciendo un estruendo que desde entonces, nunca mermó, todo lo contrario, fue en aumento año tras año. Progreso le decían. Los muchachos tenían unos quince años, y eran mellizos, aún usaban pantalones cortos, era la costumbre en ese entonces. Parecía que no podían caminar, sólo corrían, de la puerta del frente al fondo, de arriba abajo, del sótano al altillo. Más de una vez me dieron unos sustos de muerte entrando a los gritos y golpeándose dura y afectuosamente uno al otro, por puro deporte, nada más. En el altillo encontraron mi escondite, el que yo había hecho confeccionar exclusivamente para guardar mis pertenencias más valiosas y si fuera necesario, para mi vida, porque nunca sabías qué podía pasar en épocas de continuas revueltas políticas y traiciones por doquier.
Los muchachos mientras se golpeaban, cayeron sobre la falsa pared, y el mecanismo se activó. Aún estaba adentro mi arma y los perdigones con la pólvora para cargarla y algún que otro tesoro que aún conservaba. Tengo que reconocer que tuvieron que abrirla para que la recordara. Los mocosos eran curiosos e intrépidos, no le dijeron nada a sus padres de mi guarida y volvieron a poner la pared en su lugar cuando escucharon que su madre los llamaba para la cena. Al día siguiente, cuando el padre salió a trabajar temprano como todos los días, y la madre tomó el bolso para ir al mercado, los muchachitos subieron urgidos a retomar la inspección del hallazgo del día anterior. Cuando hay mellizos, siempre hay uno que domina la situación y el que la dominaba, apenas entró al escondite, tomó el arma nuevamente.
Yo no sabía cómo llamar la atención para que la dejaran, las armas la carga el diablo, escuché alguna vez que decían, y el mellizo dominante se puso a cargarla como si fuera el hijo del mismísimo Belcebú, parecía que toda la vida se hubiera dedicado a cargar mosquetes con balines y pólvora, lo hacía naturalmente, y yo agitaba las ventanas y hacía caer todo alrededor para tratar que dejara de hacer eso, tenía un mal presentimiento y el mismo se cumplió. Mientras el mellizo tranquilo comenzaba a pedirle a su hermano que dejara el arma, y miraba todas las señales que yo trataba de hacerle, el otro estaba empeñado en su empresa, hasta que no pude más y con todas las fuerzas de la que fui capaz susurré en su oído, ya déjenlo, y en ese mismo instante, el mozalbete con el arma dejó salir un disparo. Así sin más, su hermano cayó muerto a sus pies con un agujero en un ojo, que no habría parche de pirata capaz de cubrirlo. Luego del estruendo, el silencio más absoluto. El muchacho quedó helado contemplando a su hermano tirado en el suelo, rodeado de un charco de sangre. Pasaron así más de una hora. Hasta que, al fin, el mellizo aún vivo —aunque tengo que decir que no parecía tan vivo como cuando entró a mi lugar secreto— dejó el arma, dejó a su hermano, cerró la puerta secreta, y puso sobre ella todos los cajones y cajas que tenía a mano en el altillo. Bajó justo cuando su madre llegaba, y se sentó en la mesa llorando, contándole que su hermano había decidido irse y él no sabía a dónde, sólo le dijo que ya nunca volvería. Mintió así sin más. Desde ese día la casa volvió a estar silenciosa. La madre lloraba todo el día, el padre taciturno sólo se sentaba a fumar y tomar brandi cuando volvía del trabajo, y el muchachito que prácticamente no hablaba más, miraba a la nada alienado. Cuando comenzó a decir que escuchaba voces, que las voces de su cabeza le decían no toques eso, no toques eso, casualmente las mismas palabras que yo le susurré tratando de evitar la tragedia, sus padres llamaron a unos señores, que llegaron y se llevaron al muchacho con un chaleco blanco atado atrás, para nunca más volver.
No me di cuenta cuándo los padres se fueron. No puedo recordarlo, pero sí recuerdo que ahí es cuando comencé a llevarme cosas de la casa, de los sucesivos habitantes, al espacio oculto tras la pared del altillo, como una ofrenda si se quiere, al pobre muchacho que poco a poco se fue transformando en esqueleto tras la puerta secreta. Me hacía sentir bien llevarle algo, no era mucho, un peine un día, un lazo para el cabello otro, una gorra, una pelota de tenis, algún papel, un libro. Los dejaba ahí y le hablaba a la sonrisa cada vez más grande de mi compañero de cuarto, contándole cosas de la vida de abajo.
Antes que los actuales moradores, pasaron muchos que se quedaron por corto tiempo. Que porque escuchaban ruidos, que porque decían que las cosas desaparecían, que porque había algo que les ponía los pelos de punta, y varias excusas más. Me hago cargo de las desapariciones de algunas cosas chicas, como ya dije, me robaba alguna pavada y se la llevaba al mellizo que quedó tras la pared, me gustaba pasar la tarde charlando con él, y mostrándole cómo cambiaban las cosas, un día llevé un cepillo que tenía un cable colgando de su mango, nos reímos un buen rato con ese artefacto, mientras yo le contaba cómo la dueña del aparatejo se lo pasaba por el crespo pelo mientras estaba conectado a la pared y terminaba pareciendo la mismísima Cleopatra, de puro negro, lacio y lustroso que le dejaba el artilugio el cabello. Tampoco era yo un ladrón, luego devolvía todo, lo subía, lo analizábamos con el muchachito, lo entretenía un rato, y volvía a ponerlo en su sitio, pero parecía que eso era lo que más alteraba al dueño, que lo devolviese.
En fin, pasaron muchos moradores hasta que un verano llegaron estos últimos, marido, mujer y la pequeña hermosura que me bautizó Koroko. Ella me vio apenas entró, y me regaló una encantadora sonrisa, era una criatura tierna, tan cariñosa y adorable que fue imposible no amarla con locura de inmediato.
Pasábamos el día jugando a la escondida y tomando el té, con un juego de tacitas primorosas que le había comprado su madre. Nunca entendí por qué ella no jugaba con la niña, por qué no la abrazaba y arropaba hasta el cansancio, cosa que yo hubiera hecho de buen agrado de haber podido. Cuando terminaron las vacaciones de verano, a mi chiquita comenzaron a llevarla en las mañanas a un jardín de niños, eso escuché, me imaginé un jardín con canteros repletos de bellas niñas y sonrientes niños, con caritas al sol, siendo regados con regaderas de confites y caramelos, ya se, si dejo volar mi imaginación no tiene límites, pero en fin, cuando uno desconoce las cosas, puede rellenar el vacío como le venga la gana, en eso los humanos son expertos, han creado maravillosos cuentos para explicar el inicio de las cosas, bien podía yo imaginar un jardín de niños como quisiera, de todas maneras no creo que haya estado muy distante de mi imaginación el sitio real.
En fin, cuando comencé a extrañarla a horrores en la mañana, empecé a prestarle atención a la madre para buscar en qué entretenerme y descubrí que la mujer no era apática como yo creía, sino que estaba extremadamente triste, que pasaba la mayor parte del día llorando en el baño o caminando totalmente ida por la casa. Por las noches, luego de que la niña se dormía, de lo cual yo me aseguraba acariciando su frente hasta que la sentía respirar profunda y pausadamente, volvía a espiar a la madre y la veía invariablemente tomando algo con graduación alcohólica. Whisky, gin, vino, vodka, no importaba qué, la cuestión era ingerirlo hasta la inconciencia. Era la única manera en que la pobre mujer conciliaba el sueño. Más de una vez mi pobre niña estuvo a punto de tener un grave accidente en la casa, del que yo la salvaba teniendo siempre toda mi atención sobre sus incautos pasitos. Una vez casi rueda por la escalera, pero ahí estaba yo para hacerle tomar otra dirección, otra casi corta los cables con una tijera de metal, y ahí estaba yo para cortar la luz de la casa. Sabía bien cómo mover las teclas de encendido y apagado, me fascinó el invento ese que prendía lamparillas con una tecla desde el inicio, y me dediqué durante años a estudiar a fondo el sistema.
No me llevó mucho darme cuenta la causa de la miseria de esa mujer. El marido. Que en general no estaba, y que cuando estaba la ignoraba y la trataba con total desprecio y maldad. Le decía cosas impronunciables, que nunca creí que un hombre fuera capaz de decirle a una mujer, la ignoraba, y si no lo hacía era para golpearla o sodomizarla. Y en medio de todo eso, el angelito de mi vida pululaba sin darse cuenta del horror que la rodeaba, ayudada por mí, que me encargaba de jugar con ella y hacerla a reír.
Pero hoy la cosa está fea. La madre puso a la chiquita en la bañera, es la hora de su baño. Dejó la canilla abierta y el tapón puesto, siempre la cierra, pero hace dos segundo llegó el padre. Ella salió a recibirlo, y desde acá veo que le contestó con un bofetada. Ella llora otra vez, el agua sube, sube mucho, y él vuelve a golpearla, no me gusta que el agua esté tan alta. Ella chapotea igual feliz, yo le hago caritas. La madre corre a la cocina, la veo pasar, él va por detrás, me asomo un poco y veo que ella toma una cuchilla, si, una de las grandes, y la clava en el pecho de él. Bueno, basta. El agua está llegando al límite de su carita, trato de sacar el tapón pero no puedo, no tengo experiencia en estas cosas, se prender y apagar botones, teclas o perillas, nunca intenté esto, el agua no me deja llegar al tapón, a mi chiquita le cuesta flotar. Corro a buscar a la madre, tengo que decirle que vaya hacia el baño. La encuentro sentada al lado del marido, se cortó las venas de ambas manos, el charco de sangre es inmenso, está caída al lado de él, no va a poder sacar a la niña de la bañera.
Me desespero, grito, corto las luces, más no puedo hacer. No quiero volver al baño, no quiero, pero voy. Ahí está mi chiquita, sonriendo parada al lado de la bañera, tomo su mano y vamos al altillo de esta casa maldita a charlar con el mellizo.
El cuerpo queda flotando en la bañera, pero ya no importa.

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MARIANELA, Lun Dic 11, 2023 1:14 am

Muy bueno!

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idoroirm, Dom Abr 14, 2024 4:16 pm

Qué relato tan inquietante, me dejaste pegado a la pantalla. Me encanta cómo describes la casa, como si fuera un personaje más, con su olor, sus colores, su historia.

Y esa sensación de haber perdido algo tan fundamental como el propio nombre, es como si el tiempo y los habitantes anteriores hubieran dejado una huella imborrable en ti, transformándote de a poquito.

Me pregunto qué más oculta esa casa, qué secretos esconde entre sus paredes. Sin duda, me dejaste con ganas de más.
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