LA PRIMERA NOCHE DE LOS MUERTOS
El primer cadáver que vi fue el de mi abuela. Sentí un alivio muy grande cuando mamá me avisó de su muerte. Yo estaba en el patio de la escuela; regaba la huerta, hacía mucho tiempo que no llovía.
La abuela llevaba varios meses postrada en la cama. Había perdido la memoria, la fuerza y la carne. Mantenía los ojos mirando la pared húmeda y descascarada de la pieza. Apenas si los movía para seguir el trayecto de una araña que salía de los cascarones del revoque saltado. No respondía preguntas ni comentarios y se alimentaba por una manguera que el médico le había puesto en la nariz.
Yo me encargaba de alimentarla, mamá me había impuesto esa tarea. “Sola con todo no puedo”, había dicho. Mi abuela comía siempre lo mismo: un puré empalidecido, mamá mezclaba remedios, papas, calabazas y trozos de carne triturada. Desprendía un olor ferroso que aspiraba sin querer. Mamá lo servía en un plato y me daba una jeringa grande. Yo llevaba eso en una bandeja de aluminio, como esas que hay en los hospitales con forma de riñón.
Odiaba darle de comer a mi abuela. La sentaba al borde de la cama y las patas le quedaban colgando. Eran como dos ramas secas, y los pies como raíces podridas, las uñas largas y duras. Más de una vez ayudé a mamá a cortárselas. Todavía tengo el crujido de las uñas acá.
Cargaba la jeringa con ese menjunje, la conectaba en la manguera y le pasaba de a poco la comida. La jeringa solía taparse y tenía que hacer mucha fuerza para que pasara. Era una sensación extraña, porque mi abuela abría los ojos bien grandes y movía la lengua pastosa. Era el único momento en que me miraba. Nunca supe si esa mirada era de agradecimiento o de qué. Lo cierto es que sus ojos celestes me incomodaban mucho. A veces la abuela clavaba la mirada atrás mío y levantaba las cejas como asombrada de lo que estaba viendo. Yo giraba, pero sólo me encontraba con los cascarones saltados de la pared.
Era verdad, mamá no podía con todo. Yo tenía ocho o nueve años y había cosas que no podía hacer. Como acarrear baldes de veinte litros cargados de agua que mamá traía del corralón municipal. Hacía varias horas de fila para llenar uno o dos baldes. No había aljibe en el pueblo que sobreviviera a tanta sequía. Por eso contrató a la Leti. Una mujer que había llegado al pueblo con hambre, con fe y sin trabajo. Mamá la tomó cama adentro.
La Leti fue la encargada de convertir la pieza en una especie de santuario. Velas rojas y negras. Estampitas de santos raros por todas partes. El que más me llamaba la atención era uno que estaba sobre la mesa de luz y al que ella siempre le rezaba. Era una especie de San Cayetano pero con el fondo de los ojos rojos y con una túnica negra que lo cubría. La Leti prendía un ramo de hojas que hacían mucho humo y dejaban un aroma dulce que por momentos tapaba al olor picante del pis acumulado en el pañal de mi abuela. Un ramo de laureles secos colgaba en el espaldar de la cama de bronce. La ventana siempre abierta, esperaba un milagro del sol. Eso decía la Leti.
—Dios la bendiga —dijo cuando mamá le dio el visto bueno y colgó un rosario con bolitas de plástico en el cuello arrugado de mi abuela. Esas bolitas eran la cara del santo de la estampita.
Desde la llegada de la Leti empecé a dormir todas las noches en la pieza que le habíamos asignado a mi abuela, según mamá, la Leti necesitaba estar cómoda y con todos los bártulos con los que había llegado, en la pieza con la abuela iba a estar muy apretada. “Es solo por un tiempo, hijo. Hasta que la Leti se acostumbre a la casa”. Yo odiaba las noches tanto como darle de comer a mi abuela. La Leti no dormía. Caminaba por la casa con la linterna. Sus pies se arrastraban por el piso, parecían pezuñas. Iba a la cocina, arrimaba una silla a la ventana que daba al patio de atrás y ahí se sentaba. Pasaba largas horas, observaba la oscuridad. Yo me tapaba hasta la cabeza para evitarla. Muchas noches la vi hacer eso, hasta la sentí hablar sola, en un idioma extraño.
Mi abuela se llamaba Victoria y tenía setenta años cuando enfermó. Sus ojos eran lo más impactante. De un turquesa extraño, parecían no tener fondo. Era difícil sostenerle la mirada. Antes de que enfermara jugábamos a contar cuántos segundos podía mirarla sin pestañear. Nunca llegaba a más de diez. Sus ojos me mareaban. A ella le causaba mucha gracia. “Tome, se los regalo”, me decía y hacía el gesto de arrancárselos. Yo los recibía con la mano abierta, los secaba en el pantalón y me los ponía. “Va a ver el pueblo de otra forma”, decía ella.
La atendieron distintos médicos, nadie supo dar en la tecla. Un gordo que venía de la ciudad fue el que más cerca estuvo. Le dio unas pastillas, al principio la revivieron un poco. Pero días después volvió a ser un cuerpo inmóvil, torcido entre cobijas. “Tiene los días contados. Solo queda esperar”, había dicho el último que la vio. Esa espera para mí fue eterna.
—Ahora, Señor, permítanos que hablemos tu palabra con toda confianza.
La Leti comenzaba así cada rezo y después dibujaba una cruz en el aire. Le acariciaba los párpados a mi abuela, le murmuraba algo inentendible a la estampita del santo con túnica negra y continuaba.
Se ponía los anteojos y leía. Por momentos sacaba la vista de las hojas y el discurso seguía. Mi abuela permanecía quieta, como esas liebres que son sorprendidas por una linterna. Después de la oración, la Leti le hacía una cruz en la frente, guardaba la biblia, y continuaba con sus tareas domésticas.
Cocinaba como los dioses. Sus manos huesudas y torpes eran magia en la cocina. Amasaba los ñoquis sobre la mesa y sacudía harina para todos lados. Cada tanto dejaba de amasar y se tildaba, miraba por la ventana. Miraba hacia el cielo, siempre celeste, despejado, sin ninguna nube que amenazara lluvia y podía escucharle el murmullo de algo incomprensible, como si hablara con alguien, como si pidiera por agua para que se acabe de una vez por toda la sequía. La radio arriba del aparador siempre prendida, escuchaba a un pastor venezolano que, según ella, era un enviado de Dios.
Bajaba un poco el volumen antes de servir los ñoquis. Almorzábamos con el murmullo de la radio. Mi vieja mucho no hablaba, cargaba con una angustia tremenda porque su madre había dejado de reconocerla. La Leti le explicaba que en el fondo ella la conocía pero que no lo podía expresar.
¬¬¬—¬¿Usted dice, Leti?, le preguntaba mi vieja y la Leti asentía con la cabeza. Yo creo que la Leti lo hacía solo para darle un poco de tranquilidad. Mi abuela no era capaz de conocer a nadie y mucho menos de expresarlo.
Fue un lunes en que mi abuela murió. La velamos dos días en el living de la casa. La Leti decía que el alma demoraba ese tiempo en elevarse. La pusieron en un cajón de pino, pintado a lo bruto. Como mamá estaba tan desconsolada tuve que ayudar al hombre de la funeraria a pasar el cuerpo a una mesa que él había traído. Era una mesa de madera dura, patas anchas y gruesas y parecía muy pesada. La agarré de una pierna, la Leti de la otra y el hombre de debajo de los brazos. La pasamos a la mesa. Tenía la piel helada como un mármol. Estaba tan doblada, como un feto que el hombre de la funeraria nos explicó que había que partirle las piernas y los brazos para estirarlas y que entrara en el cajón. Sacó una gran masa y nos pidió que saliéramos afuera. La Leti me tomó de la mano. Cerramos la puerta y escuché el primer mazazo y el crack del hueso, lo sentí como si fuera mi propia rodilla y antes del segundo mazazo la Leti rezó en voz alta con esas palabras incomprensibles, su voz sonaba firme y retumbaba en el pasillo, miraba el techo, hacía cruces en el aire y rezaba mientras adentro, en la habitación, el hombre le quebraba los huesos de las piernas y los brazos a mi abuela.
Durante el día hubo mucha gente. Mi abuela había sido una mujer muy querida en el pueblo, durante muchos años se dedicó a la costura y arreglaba cualquier tipo de hilachas que le llevaran. Cobraba barato y, a veces, no lo hacía. Quizás haya sido por eso el cariño de la gente. Pero por más bueno que haya sido el muerto, a la noche, siempre queda solo. Tomé coraje y me acerqué a verla. Procuré no tocar el cajón por miedo a que el más mínimo movimiento derramara la muerte sobre el piso. Estaba entre tules blancos y sólo se veían la cara y las manos cruzadas en el pecho. Los párpados quietos y dormidos. Una mueca imperceptible. Olía a naftalina.
La Leti había sido la encargada de maquillarla. Le había polvoreado la cara con un talco medio rosado para ocultar la palidez. Mi vieja le dio un trajecito gris que mi abuela, siempre que tenía la oportunidad, decía que se lo quería llevar a la tumba. El hombre de la funeraria le había tapado la nariz y los oídos con algodón. Me pareció verla más viva que cuando lo estaba. La Leti se me acercó y me dio la estampita del santo con túnica negra. Aún lo conservo. También me dijo algo sobre la lluvia que no alcancé a entender bien.
Era de siesta cuando cerraron el cajón. El hombre de la funeraria hizo salir a toda la gente del living y buscó la masa que había usado para partirle las piernas a mi abuela. Le metió clavos en el cajón. Mamá lloró muchísimo y la Leti oraba cosas inentendibles. Cada martillazo hacía un ruido seco y duro, y la Leti levantaba la voz para tapar ese ruido. Yo sentí alivio. La subieron en una ambulancia vieja que hacía de coche fúnebre. Nos sentamos adelante. La paseamos por el pueblo. Frente a la iglesia nos detuvimos y el cura dio unas campanadas. Después agarramos el camino de tierra que bordea las vías y la llevamos al cementerio. La pusimos en un nicho sin placas ni nada, días después mamá juntaría plata para atornillar una placa de bronce con la foto de la abuela y algún tipo de mensaje nuestro.
La primera noche sin la abuela fue muy rara, aunque Leti, mamá y yo sabíamos que la abuela ya no estaba, daba la impresión de que sí. Aún el olor a su orina pululaba por el aire. Me pareció también escuchar ese quejido que solía salir de los labios secos y fruncidos de la abuela.
Habíamos terminado de comer cuando la Leti habló.
—Hay que llevarlo —dijo, mirando a mamá.
—¿Usted dice que está preparado?
La Leti asintió con la cabeza y me mandó a bañar. Obedecí como siempre que mamá o la Leti me daban una orden.
Antes de salir, la Leti me puso perfume Paco detrás de las orejas, en el cuello y un poco en la remera.
El viento rastrero y húmedo venía del norte. La Leti sonrió porque supo, con certeza, que llovería.
Subimos al auto de mamá, un 128 que con cada pozo crujía como los huesos de la abuela. Hizo el mismo recorrido que el coche fúnebre, también pasamos frente a la iglesia y me persigné porque mamá siempre decía que al pasar frente a una iglesia o un cementerio había que persignarse.
El portón de hierro del cementerio estaba cerrado, entonces la Leti golpeó sus manos. El chasquido quedó haciendo eco en los lotes sembrados de maíz que lo rodeaban.
Minutos después salió el sereno. Un tipo bajo y sin pelo, los ojos como dos tajos. Se refregaba la nariz.
—¿La primera noche? —preguntó mientras sacaba el candado y la cadena del portón.
—Sí, la primera noche —dijo la Leti y mamá de atrás asintió con la cabeza.
Entonces cuando empezamos a caminar por el pasillo largo que llevaba a los nichos, comenzaron a caer las primeras gotas.
—¿Qué hacemos acá? —pregunté.
—Venimos hacerle compañía a la abuela —dijo la Leti con una sonrisa que le ocupaba toda la cara, mostrando esos dientes tan grandes y anchos.
El nicho de la abuela estaba a un metro y medio de altura, quizás menos porque yo llegaba a verlo sin hacer punta de pie. El crisantemo que mamá le había dejado por la tarde, seguía ahí, deshidratado y arrugado.
La Leti metió los brazos dentro del nicho y agarró el cajón de las manijas, lo arrastró hacia afuera, hacia nosotros. El roce de la madera con el cemento me puso de punta los pelos de los brazos.
—Vení, acércate —me dijo la Leti y enseguida mamá apoyó su mano en mi espalda y acompañó mis pasos hasta estar bien cerca del cajón.
Ahora, llovía con más ganas, gotas grandes y pesadas, golpeaban con fuerza en los mármoles de las tumbas.
—Tranquilo, mi amor —dijo la Leti —no te asustes por lo que vas a ver ahora.
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LA PRIMERA NOCHE DE LOS MUERTOS
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icinendo, Sab Abr 13, 2024 1:03 am
Guau, qué escena tan intensa. La Leti parece tener un plan bastante inusual, y con esa lluvia de fondo, la atmósfera se vuelve aún más misteriosa.
Me intriga mucho saber qué va a pasar después.
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