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Mirta y Luis
Por Omar Asán
No bien salí, la llovizna golpeó mi cara. A los pocos pasos pensé qué comería esa noche y se me impuso la idea y la imagen del viejo chorreando muzzarela, babeándose en la pizzería del suburbio. Mientras pensaba en eso me encaminé al Subte. Igual trayecto, día tras día, atravieso las calles conocidas y al llegar a la Plaza Almagro, por primera vez, recapacito en el altar de la Virgen de Itatí que observa la espalda del busto de San Martín. También una mujer frente a ella. Se me ocurre que un misterio guarda esa mujer y recuerdo haberla encontrado sentada o parada como cumpliendo una promesa. Ahora la observo. La mujer está frente a al pequeño altar. Inmóvil, lo mira en silencio. Quizá intenta un diálogo, una pregunta que será sin respuesta sobre ese hombre que supongo espera, y la espera se prolongará en un encuentro de miradas que solo cristalizarán ese momento.
Mirta vuelve todos los días, me dice Luis, al mediodía y a la noche. Él duerme en un banco cercano. Entre recuerdos de las Islas, que no se cansa de repetir, su voz aguachenta, su mirada rojiza, relata y relata mezcladas, las historias de esa mujer y la suya.
“No me perdonan que estoy vivo, dice, yo vi los cadáveres alineados de mis compañeros. Les abrían la panza los gurkas, escuchá, vuelve a decir, con sus órganos al aire para que viéramos como quedaríamos nosotros”.
Trastabilla y continua. "Mirta vuelve siempre. A veces le convido un mate pero ella se queda mirando y deja transcurrir el tiempo. Sacrifica su hora de almuerzo y deja el sánguche y la coca que se convierten en mi comida”. Sonríe, le faltan varios dientes. “El comedor, dice, los perdió de un culatazo cuando lo tomaron prisionero, pero Mirta no estaba”, agrega, y ríe.
A veces saluda. Otras me ignora, pero cuando vuelve , de quien sabe dónde, insiste en que lo vienen a buscar.
“Mi padre tiene los pasajes de avión, dice, me vuelvo a mi provincia, a mi Chaco. Ella es de Corrientes, agrega”. Espera y se resiste a que sean dos extraños. Él le pidió que lo espere ahí, junto a la virgencita y ella obedeció. “Como las ordenes, hay que obedecer, no retirarse, agrega. Para qué, se pregunta ahora. Para qué, pregunta. Si no hay para qué porqué insistimos en esperar. Esto se termina, acota. Me voy”.
Luis a veces no está. Ella siempre cumple sus horarios. Si le preguntan por él, solo dice, ¿Luisito? Y se concentra con los brazos a los costados, firme, como si estuviera en formación. Me pregunto: ¿Quién espera a quién? “Dejé de esperarle, dice, por eso no regresa. Sólo tiene sentido regresar si alguien te está esperando, pero igual vuelvo acá, siempre alguién vuelve”. Y ella vuelve al silencio.
El cadáver cubierto de diarios viejos con el pecho desgarrado por la metralla es la imagen que se le impone a Luis.” La carne, la sangre seca en la carne”, grita, camina y trastabilla, trata de mantenerse parado pero cae una y otra vez. Los que pasan se alejan. “La carne, vuelve a gritar” y recoge unas piñas del suelo y las arroja como granadas a los que pasan. “No son ingleses”, grita Mirta y vuelve al silencio. Luis mira y se encomienda a la virgen. Es difícil decir si cree. Es solo un hombre vencido, un ex combatiente derrotado que no puede registrar a Mirta que lo espera, pero él no llega. Intenta persignarse, pero ni sabe cómo. Quiere rezar pero sólo pronuncia “Padre nuestro..” y ya no puede balbucear más. Levanta una mano y la lleva a la frente, pero el movimiento se interrumpe. Se mira las manos, le arden, le queman. Terminó el bombardeo pero el ardor se le empezó a manifestar unas horas antes de que asomara el día. El ardor hoy indica el ayer. Lo ocurrido, algo que dejó un registro de lo acaecido en el fluir de las horas, de los días que transcurrieron, una marca, una muesca, todos muertos menos él. Le arde la mano, el peso del cajón fúnebre que traslada, la presencia de la muerte de la que él es ausente, esas manijas del ataúd que debería haber sido el suyo.
Nada justifica la obediencia cuando ésta se transforma en un deber, su deber de vivir cuando los muertos lo condenan. Se mira las manos y están manchadas de sangre.
Mirta espera. Es una sombra ella misma que hasta su sombra ha perdido. Pienso en ellos, mientras camino y atravieso la plaza. Veo el banco cubierto de una colcha, una mochila sucia y la capilla con un vaso de vidrio y una flor marchita. La virgen pareciera mirar pero el silencio se impone.
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LAS COSAS BONITAS Y LOS SERES DE ESTE MUNDO
Graciela Scarlatto
El cacareo aumenta. Don Fernández se hunde en la lluvia y la noche se lo traga junto al gallinero. Desde la puerta, los demás no ven nada. Solo presienten las manos en la oscuridad. Con los nervios de punta, don Fernández tantea los cogotes emplumados, los dedos rojos de picotazos. Chapotea en el guano.
Desde la puerta del patio, Alfredo, como lugarteniente, espera.
–Dele, don Fernandez, que se viene piedra.
–¿Qué hace? ¿A vos te parece, esta locura? –dice Berta.
–No. Tu padre está viejo... –disculpa Alfredo, para apaciguar.
La tragedia, sin embargo, ya está instalada en la casa. Ella no oculta el ataque de furia. El venidero guano en los zapatos del viejo empieza a desatar en su cabeza un rayo de odio. Está preocupada por las baldosas pulidas, incluso trapeadas hace apenas un rato, después de cenar. Un trueno descarga una bomba en la noche y rebota en el techo a dos aguas. Las filtraciones se agrandan y el granizo, como todos temían, se abalanza contra las cosas, vivas o muertas, entre las acotadas fronteras del patio.
Y allá va, piensa Alfredo cuando Berta suelta el llanto y se oculta en la cocina. Me deja solo con el padre, que está loco y es más malo que una vinchuca. Entonces cierra la puerta del patio y lo deja a Fernández con la tormenta. Piensa que, aunque no es su hijo, el que debe aplacar los arranques del viejo es él. Entre tanto, Berta se lamenta por la muerte de sus cosas bonitas: el combinado que Alfredo tuvo que comprar en cuotas, la heladera Siam, flamante, en la esquina de la ventana del living-comedor porque es tan grande que no entra en la cocina. Pensándolo mejor, contemporiza Alfredo, él también aprecia esas cosas; quedarse a fumar en el living cuando deja la sastrería y leer el diario por la mañana junto al ventanal, sentado a la mesa grande con su café y su pipa y el saco cómodo de estar en casa que Berta le tejió el año pasado. Pero la tormenta, que arrecia afuera, amenaza ahora esos placeres y parece que va a instalarse dentro de la casa, entre Don Fernández y su hija que espera, encerrada en la cocina, que Alfredo la vaya a rescatar. Y él, que odia las tragedias, piensa: es un escándalo, una lona contra el agua era más que suficiente; pero no, hace una locura porque nos odia; porque no hay nada más importante para él que la huerta, que el gallinero. Esas ideas las trajo de España: los tomates y la parra en el patio de tierra, el duraznero contra la pared del vecino y un nogal; los huevos para la tortilla española. Cosas para afrontar la misiadura cuando viene y no avisa, rezonga Don Fernández a veces, porque escapó de los racionamientos y de la guerra. Los jóvenes no tienen pasado, solo importan las cosas y no la panza, que no se llena con cosas. Con la huerta, se llena. Con la gallina que descogoto una vez por mes, con los conejitos para el guiso de arroz. Miserables. Me usan, masculla el viejo con una gallina sujeta contra el pecho. Considerando el asunto, podría quedarse bajo la lluvia, apedreado por el granizo y estaría mejor que adentro, con esas hienas. Aunque Alfredo no, Alfredo entiende. Pero Berta es una sanguijuela, un bicho, una araña pollito bajo la almohada. Berta, que nunca lo quizo porque él tuvo que poner disciplina. Y ahora que está viejo, ella se venga dando portazos, dando gritos porque él hace lo que tiene que hacer; no va a dejar que se mueran bajo la lluvia, con el techo de lata estrellado sobre los comederos. No. Y Berta, que ya no llora, tiene los ojos achinados vueltos hacia la lluvia. En la oscuridad de la cocina percibe los aleteos y los pasos rengos de Don Fernandez que todavía lucha contra los elementos con un propósito que ella no comprende. No puede. Soñaba con esa heladera, con el tocadiscos Ranser y la radio estéreo. Tita Merello por esos años andaba con Luis Sandrini y ella escucha los chimentos en la radio, pone canciones de Lolita Torres, de Los cinco latinos. Invita a sus amigas a tomar el té y siente que es una señora, una verdadera ama de casa que cuida a su familia, sí, también al viejo: o acaso no le lava la ropa sucia y le tiende la cama y le hace la comida, o no es una sirvienta como siempre lo fue en la casa de la infancia, porque era la mayor y tenía que apechugar la falta de una madre. No es justo. No. No es justo, piensa Alfredo que quiere vivir tranquilo y se esconde en la sastrería de esa casa grande, que es del viejo y que ahora advierte los voy a poner de patitas en la calle con un puño contenido muy cerca de la nariz de Berta, que ha salido de la cocina y grita usted no tiene vergüenza, papá; usted nos trata como basuras. Pero Berta, calmate, apacigua Alfredo que solo quiere estar en la sastrería, con la tiza de cortar, trazando un molde y fumando pipa tras pipa. Ahora piensa en el momento en que todo cambie o se vaya a la mierda, como Aramburu, que se vaya a la mierda y vuelva el General. Y como don Fernández es partidario de los militares y fue policía en el ferrocarril, Alfredo aprendió a no expresar sus opiniones y a agachar la cabeza para no tener que agarrarse a trompadas con el viejo, que es más alto y más robusto que él. Y ahora que el puño está a un centímetro de la nariz de Berta, mientras en la otra mano de don Fernández aletea una pobre gallina, Alfredo recuerda los buenos momentos, hace apenas tres años, cuando Berta anunció que se iban a alquilar una casita en Guaymallén y el viejo dijo cómo, si ésta casa es grande... Quédate Berta, yo qué haría sin ti, ya estoy viejo y no quiero estar solo; y entonces ellos se compadecieron y pensaron que podrían ahorrarse el alquiler y comprar cosas bonitas y hasta ilusionarse con una familia más grande. Tan generoso el ofrecimiento de Don Fernández: usted ponga la sastrería en el dormitorio grande, Alfredo, que yo me arreglo con el más chico, y en el otro Berta y usted estarán cómodos, luego vendrán los niños. Trabaje, hombre, siga con la sastrería, progrese, yo los ayudaré y ustedes me acompañarán, que la vida es triste sin los hijos en una casa tan grande.
A las ocho de la mañana el sol estalla contra las macetas del patio. Todo huele más intenso después de la lluvia y parece más vivo. Berta amanece sin haber pegado un ojo, la sábana subida hasta la barbilla y sujeta con las manos. Alfredo duerme, pero ronca y está inquieto. El ruido en el living no los ha dejado dormir. Los termina de despabilar el sol en la cara y una brisita fría que viene del patio con perfume a jazmín. Se levantan sin hablar, antes que el viejo. Berta va a la cocina. Alfredo se afeita y se pone el saquito cómodo que ahora le pesa y le da calor. Después, con un trapo de piso, sigue las huellas de guano que Don Fernández, como una especie de Hansel rengo y diabólico, ha dejado desde el patio hacia el comedor. La mugre blanda y mezclada con barro es una costra ahora en la juntura de las baldosas pulidas por Berta. En la cocina, con los ojos hinchados y la mirada extraviada, ella cuela el café. Alfredo dice que él limpiará el desastre antes que se levante el viejo y que no, que ya no es posible alquilar, irse a la paz de un monoambiente en Guaymallén porque él tiene que pagar el combinado, la heladera y los sillones y Berta no llora, no pronuncia ni una sílaba mientras el café desborda el colador y el líquido hirviente se derrama en su mano, rebalsa la taza y cae a las baldosas donde Alfredo pasa el trapo. Con el cepillo él avanza desde las rojas de la cocina a las amarillas del comedor de diario: la habitación central que conecta con las puertas de la cocina, los dormitorios, el baño y el patio. El ruido, ahora que se acerca al living-comedor, ensordece. Está limpiando junto a la puerta y no se atreve a abrir. Berta, que con la mano escaldada y la vista perdida lo sigue desde atrás, casi lo empuja a abrirla. Los sillones verdes están cubiertos de una sustancia viscosa, entre amarronada y blanca que prolifera aquí y allá como medallones de clara de huevo. Berta lo empuja y, desde el centro del living, gira en redondo para apreciar el comedor. La vista se detiene en el combinado. El guano chorrea desde los discos desnudos, apilados en la tapa, hasta el piso pulido. Como el mueble esta abierto, porque anoche han sonado Los cinco latinos, el mecanismo de la bandeja está impregnado de estiércol en el que se adhiere, a veces sí y a veces no, una pluma o un plumón de pollito. Contra la pared que enfrenta la ventana, sobre el aparador que Berta lustra con cera de abeja y una franela primorosa, están los comederos. Las gallinas se aglomeran en la mesa del comedor y algunas más osadas se atreven a empollar en los sillones. Más de dos docenas de pollitos andan por el piso y es posible que ella haya querido pisar a más de uno, porque Berta, limada por el odio, no puede llorar. No tiene lágrimas. Se miran, ella y Alfredo, un rato largo en el centro del desastre. Atrás, en el baño, se escucha la cadena y el agua que se va por el desagüe; y ese rumor de la vida cotidiana es suficiente para ponerlos en marcha otra vez con la rutina, como si la casa fuera una conejera, se lamenta Berta, y ellos no tuvieran más voluntad que un bicho insignificante. Dejá, yo limpio todo, dice Alfredo y Berta sale del comedor cubriéndose la mano quemada con el delantal. La frente en alto, ahora; dispuesta. En la puerta del baño se cruza con Don Fernández y se miran. Entonces él deja que ella haga el primer movimiento, y Berta dice:
–Papá, la leche está en cinco minutos.
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Tema del héroe
Luis Benítez
I.
Veo al héroe dormido a dos kilómetros de la redonda ciudadela. Dentro de ésta las mujeres especulan sobre la belleza del héroe y los hombres, temerosos unos, los otros desdeñosos, están inquietos por la necesidad de salir al campo, antes de la tarde, a recoger el ganado.
El héroe apoya las anchas espaldas en una palmera flexible, contra un rígido algarrobo, reposa extendido sobre la hierba. Cada tanto espanta de sí los insectos, para él lo Feroz, con la mano infinita de los sonámbulos, que nada aferran y en la nada duermen. En el sueño la mano tiene una clava mortífera; en ese mediodía, una cicatriz reciente.
Un hijo de la ciudadela por fin se anima y tuerce el camino hacia el río para no evitar la conocida planicie. Pero es apenas un valiente. No es un héroe. Éste tiene una piel de pantera y desde hace seis meses un caballo prestado. El valiente tiene cabras, techo, perros y pastores que empujan sus ovejas de sol a sol y una mujer de noche, preñada casi siempre. El valiente deja dátiles o trigo o maíz a diez metros del héroe. Traza un signo mágico en el aire. Al llegar a las puertas dirá que el otro es un gigante y que él le tocó la cara.
Allá en la ciudadela las viejas y los sacerdotes y los tontos habrán comenzado a hacer su trabajo con el héroe. Unos le habrán visto anunciado en unos nacimientos monstruosos o en un cometa que cayó más allá del horizonte. Otros, en la repentina distracción de la sangre, antes fluyente y exacta, de las jóvenes hijas.
Para contrarrestar la perturbadora presencia del héroe, un viajero dormido, tendrán que buscar lo Feroz, aterido de olvido en las imaginaciones enturbiadas por la sucesión de cosechas y sequías, antes, urgentemente, de que se pronuncie el alba. Porque si está el héroe tiene que estar lo siniestro para que todo siga en orden.
Alguien por fin recuerda la sombra ambulante del pantano, inventa la maravilla saliendo de un campo de rastrojos, alza un equilibrio furioso para la siesta del héroe. Otro asevera que ha visto lo mismo. Un tercero lo afirma con el mentón, muy convencido.
II.
El combate y el héroe se encuentran a la mañana siguiente. En la ciudadela rezan los que ahora saben de qué tenían que librarse desde la aparición del héroe. Y bendicen los aparentes truenos de ese valle vecino: son los golpes del héroe. Y la lluvia es la sangre de lo encontrado y siniestro, que brota de los cielos por su desusado tamaño. Se instala el momento alarmante de la calma: es que ha aflojado el héroe la violenta defensa que sucedió al ataque. El universo peligra. Peligran el atardecer, la tarde, las mañanas, el claro mediodía. Alguien trae un cabrito y de su cuello surge con la sangre la victoria del héroe.
Debe el héroe. Debe esa hacienda que todos comen de la pira elevada al regocijo y secundariamente como homenaje al dios padre del héroe, que inyectó a tiempo la sangre inmolada en el brazo vivo del héroe y dirigió la flecha, la maza, el cuchillazo. Donde se le asigne un escenario a la lucha, uno verá surgir caballos alados de lo vertido abundante; otro flores rarísimas que, asegura, allí no estaban antes. Un tercero verá en la escena el nacimiento prodigioso del tabaco. Pero el héroe debe. Eso es lo cierto, lo real, comprometido.
III.
Alguien ejerce el blindaje de un escudo. Otro recordó una cadena que iba cubriéndose pacientemente de herrumbre en un galpón de cereales. Alguno, todavía, confió sus preces a la luna de agosto, a Hécate, a la Gran Diosa Triforme, a la Madre. El héroe, fláccido el músculo y la frente batida por la fiebre traída de otras tierras, malsanas, se deja llevar en un sueño hasta la hoguera prevista en el centro mismo de la plaza, que también lo es del mundo. Como lo es en cada pueblo del mundo.
Demora tres días en morir y no es por descuido, sino por las recitadas virtudes del héroe. Un partido de la ciudadela se opuso tras la muerte del héroe y luego de la guerra campal, inmediata y legítima, hizo suyas las futuras cosechas, las ejecuciones consecuentes y el giro inmediato de la historia.
De las cenizas del héroe, mezcladas con boñigas y polvo, se alza un monumento que van a venerar los niños y los viejos con fervores diferentes y en épocas distintas.
IV.
El hijo del héroe nació un día perdurable. Moría aquel que juró en la ciudadela haber tocado la cara de su padre, la que resplandecía en una tarde olvidada. También el último jefe, cuyas manos cortadas referían la furia de una lucha difusa. Tiene el hijo del héroe las facciones entrevistas por encima del fuego y los miembros potentes y una fiebre palúdica que verifica su origen. Su madre, la apedreada por una larga cadena de manos que se pasaron bodoques, proyectiles y piedras señaladas, apenas deja el mundo es colocada en una tumba al pie del monumento. El día es incluido entre las fiestas del año.
La difunta ha engendrado al hijo del héroe treinta años, tres meses y tres días después de la muerte del padre. El número repetido, fasto, asegura lo que todos conocen y comparten. El niño es arrojado fuera de la ciudadela. El camino lo espera y el cansancio y el sueño tras una marcha larga, cuando ya sea un hombre que continúe la estirpe del miedo y de los héroes.
El narrador, poeta y ensayista Luis Benítez nació en Buenos Aires en 1956. Recibió por su obra en narrativa el Premio del Concurso Internacional de Ficción (Montevideo, 1996); el Premio de Novela Letras de Oro (Buenos Aires, 2003) y el Tercer Premio Municipal Ricardo Rojas (Buenos Aires, 2022). Ha publicado las novelas Tango del Mudo (Montevideo, 1997; Buenos Aires, 2003; Bolonia, 2004; Buenos Aires, 2012); El Metro Universal (Buenos Aires, 2012; Rumania, 2018); Hijo de la Oscuridad (Buenos Aires, 2012); Sombras Nada Más (una novela del peronismo mágico) (Buenos Aires, 2012; Milán, 2014); Madagascar (Buenos Aires, 2017); Los Amantes de Asunción (Buenos Aires, 2019) y El deseo y la furia (Buenos Aires, 2022). Publicó las colecciones de cuentos Las Ciudades de la Furia (provincia de Corrientes, 2016) y Se acaba el mundo y nosotros afeitándonos (provincia de Santa Fe, 2023). Sus 44 libros de poesía, ensayo y narrativa han sido editados en Argentina, Chile, España, Estados Unidos, Francia, Inglaterra, Italia, México, Rumania, Suecia, Venezuela y Uruguay.
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