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COMO ESCRIBÍ "DEJAR LA INFANCIA"
Por Graciela Scarlatto
17/11/2023

Publicada el 28-11-23 en diario INFOBAE


¿Por qué es efímera la felicidad? Esos estados de luz, de gracia (la infancia, la salud, la inocencia, incluso el amor y hasta la fe) son lábiles.

Yo no puedo escribir desde las certezas o el conocimiento de algo. Siempre lo hago para saber, como si la verdad emergiera paso a paso tras cada oración y, al final del cuento, ocurriera un milagro: tres o cuatro frases que son una epifanía de la verdad que buscaba.

Por lo general todo comienza con una imagen: un fotograma con la potencia necesaria para desencadenar una historia. Así, los preciosos caballitos al trote, que una nena ve en una avenida de Mendoza, dan por tierra con su fe en Papá Noel. Los patines que son objeto de un deseo irrefrenable desencadenan la historia que acaba con la infancia de una niña.

Esos momentos de quiebre son arteros, se presentan con cierta falsa inocencia y lo cambian todo. A partir de su ocurrencia no somos nunca más los mismos.

Una mujer vive en un matrimonio feliz y descubre una verdad que aniquila esa certeza a partir de un inocente moño de regalo. Unas cuantas gallinas y varios pollitos son suficientes, durante una tormenta, para que una mujer descubra y acepte su esclavitud, o la simple existencia de un beso en la mejilla basta para admitir un afecto antiguo y llegar al perdón. Marito dibuja Atlantes y cree que su vida seguirá ciertos carriles hasta que en su último dibujo se revela un hombre de rodillas: y no es otro que Mario mismo.

Escribir es incluso un estado de gracia. Una máquina de emoción e inteligencia que nos arrastra, como una flecha, hacia el final de un cuento. Yo, por ejemplo, no sé nunca cómo terminará una historia y ese es un momento agónico, hasta que se desliza (como por arte de magia) ese momento de epifanía que busco y llega el punto final. Entonces ocurre algo parecido a la felicidad: un nuevo saber, una emoción, una verdad ha venido a comparecer al final del texto.

¿Qué cosas son capaces de transformarnos? ¿Qué hechos tienen el poder de aniquilar nuestros estados de gracia y nos cambian para siempre? Creo que escribir, que la literatura, la ficción, tienen el poder de abrir nuevas preguntas. No me parece divertido trabajar desde posiciones tomadas y certezas. Cada cuento, cada poema o novela me transforman porque revelan preguntas nuevas para mí, y las respuestas halladas nunca son inocuas. Al contrario, hay un peligro en ese estado de gracia que es la escritura, porque nos cambia; transforma eso inamovible que creíamos ser.

Escribir este libro insumió mucho tiempo. Viví tres años hermosos con esas preguntas. Trabajé los cuentos con Roberto Ferro, cuya partida nos dejó a todos sus alumnos en la orfandad, y en el taller de Maximiliano Tomas. Con ellos y mis compañeros compartimos parte del proceso creativo. Pero uno está solo en el momento de decidir qué se queda y qué se va. Escribir es un modo muy bello de la soledad. Después de reunir casi veinte historias, llegó el momento de verificar si en el libro había un hilo conductor, una unidad, y de descartar varias de ellas. Creo que la coherencia es fundamental. Una antología de autor con cuentos seleccionados al azar suele resultar en un monumento al ego personal que nunca es un libro (salvo célebres excepciones). Es importante la cohesión, que cada historia resignifique a la siguiente.

Así, después de “Lo escondían todo”, una historia sobre los motivos que nos unen, a veces imaginarios o espúreos, el cuento “Crónicas de una boa y un cascarón –que también es un capítulo de mi segunda novela, “Los pozos”– puede leerse a la luz del sentido del cuento anterior. Esa epifanía hallada en “Lo escondían todo” debería iluminar (espero) la historia de una niña que sabe, a los once años, que nació en el cuerpo equivocado. Esconder y dar a luz es un juego dentro de la circulación de sentido en este libro.

“Lagartija” –una historia en que el estado de gracia de un papá que siempre tiene razón se ve trastocado por la repentina madurez de su hijo– está precedida por otra historia en la que el estado de gracia de todo un país se destruye a partir de una manifestación y, con él, la fe de una niña. Fue en el Mendozazo de 1972.

Con respectro al lenguaje, no quise ser estridente, sino sencilla. Me preocupé por lograr (ojalá lo haya conseguido) una prosa elegante que fuera transparente y también, en lo posible, polisémica. Pero me atraía, sobre todo, que la historia fluyera rítmicamente a través de las frases sin escatimar sentido con ninguna dificultad u oscuridad.

Unas palabras finales: para mí no hay recetas, momentos propicios, inspiración "alada" ni nada que pueda condicionar la escritura. Escribir es una corriente de necesidad. Yo escribo en la mesa de la cocina, pero también en el colectivo, de mañaña o en la madrugada, por las noches –en el baño, a veces, anoto frases con el teléfono– o en una fiesta, pensando en los conflictos de un personaje que se rebela. Es, en una palabra, algo que me pasa y que no puedo evitar. Después, en el momento de la corrección, entran a tallar las cosas aprendidas principalmente con la lectura de textos enormes que me acompañan desde la juventud y de textos nuevos, igualmente felices. Los talleres son también una fuente de conocimiento y ayuda a la hora de corregir: las observaciones del moderador y de los compañeros. Yo tuve la fortuna de hacer taller con grandes maestros como Roberto Ferro, Maximiliano Tomas, Gabriela Cabezón Cámara, Luciano Lamberti, Mariano Ducros y Mariano Quirós, entre otros.

Diría entonces que este libro fue fruto de la dichosa soledad de escribir y la virtuosa compañía de mis amigos y maestros. Pero sin duda fue, sobre todas las cosas, un estado de gracia: una absoluta felicidad.

Dejar la infancia es un libro de Graciela Scarlatto
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Aluxes
Fabiana Galcerán

Bitácora de expedición
Región de Hecelchakán, Yucatán

Viernes, Abril 1º
La caminata se hizo demasiado pesada. Tuve que dejar cosas por el camino y decidir qué sería lo más importante para llevar. Eso desató una guerra interna. El libro sobre pueblos precolombinos era muy pesado. Acaricié su primera página, las palabras de mi padre casi no se leían, estaban borroneadas de tanto leerlas. No importaba, las sabía "de corazón" como dicen los ingleses.

Tuve que apurar el paso, en estas tierras la noche cae de golpe, como para atraparte. Busqué un refugio. Tuve suerte. Encontré una pequeña abertura en una roca, no lo bastante grande como para ser una cueva, pero amplia como para meter la bolsa de dormir. Me acurruqué contra la piedra, que estaba todavía caliente. Antes de quedarme dormida de agotamiento murmuré una pequeña oración por el guía muerto. Tan joven y con problemas del corazón. Pobre diablo. Deberé informar del deceso ni bien llegue al campamento. Espero las autoridades puedan dar con su cuerpo.

Sábado, Abril 2
Llegue al fin, al atardecer. En lugar de encontrar una excavación en movimiento, sólo encontré los vestigios inciertos de un pequeño campamento. La tienda más grande sobrevivió a lo que sea que arrasó con lo demás. Encontré carne ahumada, y muchas latas enterradas en un pozo que hacía las veces de heladera.

Tal vez el doctor Mayola haya ido con un grupo a excavar en algún otro lugar. Tendré que esperar. No comas ansias, diría mi padre. Decidí armar mi propio lugar en la tienda grande, dudo que el doctor se molestara. Coloqué las pocas cosas que logré traer como si fuesen un tesoro junto al saco de dormir, bien lejos de la puerta. Me hice un festín con un poco de carne, arroz que cociné y una botella de Tequila.

Domingo, Abril 3
Reviso las excavaciones con la luz del sol. Una mastaba con una cámara con dibujos cuneiformes, más de lo de siempre: dibujos de Tezcatlipoca, de Quetzalcoatl, un par de Chaac mool. Nada nuevo. Donde estarán los demás. Cuando volverá el doctor. No comas ansias. Vuelvo desilusionada a la tienda y me preparo para la tormenta. El viento sopla fuerte.

Lunes, Abril 4
El viento sigue soplando, pero la tormenta no viene. Es un viento deshidratado, de sonido constante. Empieza a influir en mi siempre marcado optimismo. El viento y la soledad. Como si anticipara algo, algo que llega, o que concluye, como un suspenso perpetuo que no mengua. El viento me hace escribir estupideces: el viento y la soledad.

Martes, Abril 5
Nadie vuelve, nadie llega. El tiempo se suspende como un paréntesis, como si el mismo día se repitiese una y otra vez.

Para distraerme me atrevo a romper el candado de uno de los baúles de la tienda del doctor. Con entusiasmo encuentro el hallazgo. Los Aluxes están envueltos en paños de algodón. Son pequeños, de orejas grandes, ojos redondos que presumo fueron hechos hundiendo el pulgar en el barro. Estas figuras solían ser copias de los integrantes del pueblo. Las enterraban para que nadie pudiera jamás abandonar el hogar. Algunos están parados, otros en posición de rezo y otros sentados con las piernas cruzadas. Sus bocas son gruesas con un rictus hacia abajo. Y al darlos vuelta encuentro el signo que confirma mi teoría y por el que el doctor Mayola mandó a llamarme. Llevo un par a la mesa, enciendo la linterna y con la lupa miro con atención. Mi viaje no fue en vano, la confianza de mi padre en mí tampoco lo fue. El signo "würm" de la cultura clovis está en la base de la estatuilla. Este Aluxe prueba que seres humanos procedentes de Siberia  ingresaron al continente americano por el estrecho de Bering y que de alguna forma llegaron hasta aquí. De pronto escucho una risa alegre a lo lejos. ¡Llegaron! Corro hacia afuera, pero no hay nadie. Sólo es mi imaginación. Pienso en la prueba de carbono catorce que probará mi teoría y la del doctor.

Miércoles, Abril 6
El viento sigue sonando. Ni una nube empaña el horizonte.

Como para que las horas pasen empiezo a escribir mi libro.

"Los Aluxes comenzaron siendo un pueblo en el 600 AC, eran de contextura pequeña y rasgos orientales. Vivían en grupos pequeños, en rústicas mastabas que bendecían haciendo pequeñas estatuillas, copias de ellos mismos. Enterraban las figuras para asegurarse de que ninguno del grupo pudiera jamás abandonar el hogar”.

Risas, vuelvo a salir ilusionada. No hay nadie, el viento trae sonidos de la montaña, vestigios del canto de algún pájaro. No comas ansias.

Jueves, Abril 7
Por la noche algo me despierta. Escucho movimientos, corridas, algún susurro. Busco espantada la causa, pero no veo a nadie. Me reprocho haber tomado más tequila del que debía, pero el viento, ese sonido incesante, si al menos tuviera una radio.

Viernes, Abril 8
Alguien robó los Aluxes. Busco huellas, uso los prismáticos. Nada. Solo el polvo que levanta el viento. Alguien robó el logro de mi vida. Alguien me robó los Aluxes. Después de gritar a los cuatro vientos mi desesperación, me dispongo a partir. Ya no tiene sentido quedarme. Encontrarán al ladrón cuando intente vender los aluxes. No te aflijas. No comas ansias.

Lleno la mochila de comida y la cantimplora de agua y salgo. Camino por ese semi-desierto hasta la noche, me dispongo a dormir.

Viernes, Abril 8
Me despiertan risas, estoy en la excavación, de nuevo. ¿Cómo llegué? Lleno la mochila de comida y la cantimplora de agua y salgo.

Camino por ese semi-desierto hasta la noche, me dispongo a dormir.

Viernes, Abril 8
Me despiertan risas, estoy en la excavación, de nuevo. ¿Cómo llegué? Lleno la mochila de comida y la cantimplora de agua y salgo.

Camino por ese semi-desierto hasta la noche, me dispongo a dormir.

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LA CANASTITA
Vanesa Gómez

Todo blanco y listo sobre la cama: la camisa de seda con botones de nácar, la falda plisada, las medias con volados, las guillerminas que huelen a nuevo dentro de la caja y, lo más importante, la canastita hecha de cintas, moños y tules, con las tarjetas adentro. Tarjetas que intercambiaría por dinero. Venían todos los familiares al asado que el abuelo hacía en el patio, así que esperaba juntar lo suficiente como para comprar las muñecas de Sailor Moon que ya hacía un mes brillaban en la vidriera del kiosquito amarillo.

Se llevó los zapatos a la cara y los olió. Le gustaba el olor de las cosas nuevas. Los zapatos se los había regalado la madrina, por suerte, porque la madre había dicho que usara zapatillas blancas o alpargatas. Ella ya había hablado con las compañeras. No quería ser la única en ir sin zapatos.

Se vistió. Con el apuro, abotonó mal la camisa. Tuvo que hacerlo de nuevo.

—Ya estoy —dijo.

La cortina anaranjada de la habitación de la abuela se movió. Su madre entró, poniéndose una pulsera dorada. La miró de pies a cabeza. Ahora va a encontrar algo mal, pensó ella.

—Sentate —dijo la madre.

Ella obedeció y se sentó en la cama. La madre le cepilló el pelo y se lo recogió en una trenza con un moño blanco.

—A ver, mirate —dijo.

Ella corrió hacia el espejo y se miró de frente, de costado, también intentó verse de espaldas, desde cada ángulo posible. Casi bonita, pensó. Salieron al patio. El abuelo acomodaba leña y carbón a un costado de la parrilla.

Su padre bajó la escalera del patio, de saco y corbata. Olía a perfume. Se abrochaba el reloj pulsera. Ella lo miró en silencio. Nunca lo había visto desarreglado. Le hubiera gustado decirle algo. No. Le hubiera gustado que él le dijera algo. No mucho. Aunque fuera una mentira. Que estaba linda, por ejemplo, que parecía una princesa, como su madre. Pero no. Él se limitó a mirarla de arriba abajo, como si buscara algún error. Le palmeó tres veces la cabeza y fue a encender el auto.

En el patio, sentados alrededor de dos tablones cubiertos por manteles, la familia hacía sobremesa. Ella entregaba las tarjetitas. Una por familia, le había dicho la madre. Quería que le alcanzara para llevarle también a los vecinos. Poco a poco la cajita fue llenándose de monedas de distintos tamaños y billetes de diferentes colores. Estaban los que hacían chistes con que habían puesto mucho dinero. Esa era la trampa: ella extendía la tarjetita y quien daba el dinero lo introducía sin que pudiera ver cuánto ponía. Pero enseguida iba corriendo al baño o a la pieza y contaba el último montoncito. Había reunido casi el total para las muñecas Sailor Moon. No le faltaba mucho. Podía juntarlo, si ahorraba cada día el dinero del recreo o lo que le diera el abuelo por hacer los mandados, lo que le diera la abuela, que siempre guardaba los vueltos en una tetera y se los regalaba. Incluso, podía pedirle a sus padres, les diría que ahorraba.

Uno de los tíos empezó a preguntar cuánto había juntado, y las voces de tíos, tías, primos y primas se sumaron al coro. Ella dijo la cifra y retumbó el aplauso. Empezaron las bromas de préstamos. Fue hasta la pieza de la abuela y se puso una remera larga que le quedaba como un vestido. Se metió en la cama, la canastita a un costado. La abuela entró sin hacer ruido. Encendió el velador y la vio despierta. Le preguntó si precisaba algo. Ella le mostró la canastita y le dijo que no sabía dónde guardarla. La abuela le señaló el ropero, la parte alta. La dejó ahí, oculta debajo de bolsas con la ropa de invierno. Le dio un beso en la frente y volvió a la cocina con las mujeres, a limpiar el desastre de platos y vasos que había quedado de la fiesta.

Estaba a punto de apagar el velador cuando entró el padrino y se sentó frente a ella, en la cama de la abuela.

—¿Dónde vas a guardar la plata? —preguntó.

Ella señaló el ropero. El padrino se puso de pie y revisó.

—Está muy bien —dijo—. Si lo llevás a tu casa te lo van a gastar todo.

Cada día, a la vuelta de la escuela, pasaba por el kiosquito amarillo y miraba la caja con las muñecas de las Sailor. Faltaba poco. Cuenta regresiva, pensaba. Y cruzaba los dedos de las manos y de los pies para que a nadie se le ocurriera ganarle de mano y comprarlas antes.

La sospecha empezó a la siesta. La abuela dormía en la cama de una plaza y ella, en la otra cama, golpeaba con un pie la pared, cosa que hacía cuando no conseguía dormirse.

Vio que el tío entraba en silencio a la pieza. Se quedó quieta. Lo vio buscar arriba, en el ropero, la canastita y sacar dinero de ahí. Enseguida se levantó y se puso a contar cuánto había. Para su sorpresa, quedaba menos de la mitad. Fue hasta el comedor donde los tíos almorzaban y les preguntó si ellos habían usado el dinero.

La tía le dijo que no se preocupara, que se cobraban una deuda del padre, que él le iba a devolver la plata.

Vio como la tía se sirvió un cuarto de vino blanco de la cajita, le puso hielo y agua, hasta el borde. El tío miraba la tele, imperturbable.

—Yo estaba ahorrando para…

—Ah… y bueno, jodete por boluda, hace más de un mes que está la plata ahí y no te compraste ni un caramelo —dijo la madrina y se llevó un trago de vino a la boca.

Giró en silencio y subió la escalera del patio. Tenía la canastita entre las manos. Su madre, sentada en la cama, le daba la teta a su hermanito que chorreaba una gota de leche de una de las comisuras de la boca y pestañeaba.

Le contó a la madre lo que le habían dicho los padrinos.

—Jodete por boluda —dijo la madre—. Tu padre no tiene para devolverte eso. Además, ellos no arreglaron nada con nosotros, es mentira. La hubieras guardado acá, esta es tu casa, estoy cansada de decirte que abajo no es tu casa.

Se puso de pie y le sacó la canastita de las manos. Volcó el dinero sobre la cama y empezó a contarlo, haciendo montoncitos de $10 con las monedas.

—No llegás ni a los $500. Vi una remera muy linda en la tienda de acá a la vuelta. A la tarde vamos y te la medís. En algo tenés que gastar tu plata.

Ella se quedó mirándola en silencio. Bajó la cabeza. La madre sonreía. Sintió algo oscuro en el pecho. Algo que nunca antes había sentido: una mano abierta que cerraba despacio los dedos y formaba un puño. Caminó hacia la puerta. Entonces las palabras llegaron, de golpe, todas juntas. Giró, levantó la cabeza y miró a la madre a los ojos. Le pareció que ya no era tan bella. Ni tan buena. Ni tan princesa. Una por una desfilaron frente a sus ojos las brujas malvadas de los cuentos que había leído y de las películas que había visto.

—La tía me dijo lo mismo —dijo.

Vio el rictus en la boca de su madre. Ahora sí, una verdadera bruja, pensó. Salió de la casa y bajó las escaleras peldaño por peldaño, ya no de a dos o de a tres como solía hacer. Sentía el cuerpo raro, pesado. Ajeno. La abuela baldeaba el patio con lavandina y perfumina. Pasaba una escoba de paja sobre el piso de portland, parecía cepillar algo. Ella se puso a saltar sobre uno de los charcos y a salpicar agua. La abuela sonrió. Le preguntó si quería tomar la leche. Algo debió notar, la abuela, algo en el silencio, en los ojos, en el cuerpo. Dejó la escoba contra la pared y abrió grandes los brazos. Fue un acto reflejo. No lo pensó. Corrió hasta sentir la aspereza del delantal de cocina en sus cachetes. Los brazos gordos y fofos apretando fuerte, envolviéndola. La respiración de su abuela le hinchaba y deshinchaba la panza. No supo cómo o por qué, pero las lágrimas comenzaron a salir, incontenibles, como cuando se pone un vaso debajo de la canilla abierta y se llena rápido, tan rápido que no se hace tiempo a cerrar la canilla y el agua desborda y chorrea. La abuela le pasó un dedo por la cara, limpiándole las lágrimas.

—¿Té con leche? —preguntó.

Ella asintió en silencio.

Entraron a la casa juntas a preparar la merienda.

   
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