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COMO ESCRIBÍ "DEJAR LA INFANCIA" Por Graciela Scarlatto 17/11/2023
¿Por qué es efímera la felicidad? Esos estados de luz, de gracia (la infancia, la salud, la inocencia, incluso el amor y hasta la fe) son lábiles.
Yo no puedo escribir desde las certezas o el conocimiento de algo. Siempre lo hago para saber, como si la verdad emergiera paso a paso tras cada oración y, al final del cuento, ocurriera un milagro: tres o cuatro frases que son una epifanía de la verdad que buscaba.
Por lo general todo comienza con una imagen: un fotograma con la potencia necesaria para desencadenar una historia. Así, los preciosos caballitos al trote, que una nena ve en una avenida de Mendoza, dan por tierra con su fe en Papá Noel. Los patines que son objeto de un deseo irrefrenable desencadenan la historia que acaba con la infancia de una niña.
Esos momentos de quiebre son arteros, se presentan con cierta falsa inocencia y lo cambian todo. A partir de su ocurrencia no somos nunca más los mismos.
Una mujer vive en un matrimonio feliz y descubre una verdad que aniquila esa certeza a partir de un inocente moño de regalo. Unas cuantas gallinas y varios pollitos son suficientes, durante una tormenta, para que una mujer descubra y acepte su esclavitud, o la simple existencia de un beso en la mejilla basta para admitir un afecto antiguo y llegar al perdón. Marito dibuja Atlantes y cree que su vida seguirá ciertos carriles hasta que en su último dibujo se revela un hombre de rodillas: y no es otro que Mario mismo.
Escribir es incluso un estado de gracia. Una máquina de emoción e inteligencia que nos arrastra, como una flecha, hacia el final de un cuento. Yo, por ejemplo, no sé nunca cómo terminará una historia y ese es un momento agónico, hasta que se desliza (como por arte de magia) ese momento de epifanía que busco y llega el punto final. Entonces ocurre algo parecido a la felicidad: un nuevo saber, una emoción, una verdad ha venido a comparecer al final del texto.
¿Qué cosas son capaces de transformarnos? ¿Qué hechos tienen el poder de aniquilar nuestros estados de gracia y nos cambian para siempre? Creo que escribir, que la literatura, la ficción, tienen el poder de abrir nuevas preguntas. No me parece divertido trabajar desde posiciones tomadas y certezas. Cada cuento, cada poema o novela me transforman porque revelan preguntas nuevas para mí, y las respuestas halladas nunca son inocuas. Al contrario, hay un peligro en ese estado de gracia que es la escritura, porque nos cambia; transforma eso inamovible que creíamos ser.
Escribir este libro insumió mucho tiempo. Viví tres años hermosos con esas preguntas. Trabajé los cuentos con Roberto Ferro, cuya partida nos dejó a todos sus alumnos en la orfandad, y en el taller de Maximiliano Tomas. Con ellos y mis compañeros compartimos parte del proceso creativo. Pero uno está solo en el momento de decidir qué se queda y qué se va. Escribir es un modo muy bello de la soledad. Después de reunir casi veinte historias, llegó el momento de verificar si en el libro había un hilo conductor, una unidad, y de descartar varias de ellas. Creo que la coherencia es fundamental. Una antología de autor con cuentos seleccionados al azar suele resultar en un monumento al ego personal que nunca es un libro (salvo célebres excepciones). Es importante la cohesión, que cada historia resignifique a la siguiente.
Así, después de “Lo escondían todo”, una historia sobre los motivos que nos unen, a veces imaginarios o espúreos, el cuento “Crónicas de una boa y un cascarón –que también es un capítulo de mi segunda novela, “Los pozos”– puede leerse a la luz del sentido del cuento anterior. Esa epifanía hallada en “Lo escondían todo” debería iluminar (espero) la historia de una niña que sabe, a los once años, que nació en el cuerpo equivocado. Esconder y dar a luz es un juego dentro de la circulación de sentido en este libro.
“Lagartija” –una historia en que el estado de gracia de un papá que siempre tiene razón se ve trastocado por la repentina madurez de su hijo– está precedida por otra historia en la que el estado de gracia de todo un país se destruye a partir de una manifestación y, con él, la fe de una niña. Fue en el Mendozazo de 1972.
Con respectro al lenguaje, no quise ser estridente, sino sencilla. Me preocupé por lograr (ojalá lo haya conseguido) una prosa elegante que fuera transparente y también, en lo posible, polisémica. Pero me atraía, sobre todo, que la historia fluyera rítmicamente a través de las frases sin escatimar sentido con ninguna dificultad u oscuridad.
Unas palabras finales: para mí no hay recetas, momentos propicios, inspiración "alada" ni nada que pueda condicionar la escritura. Escribir es una corriente de necesidad. Yo escribo en la mesa de la cocina, pero también en el colectivo, de mañaña o en la madrugada, por las noches –en el baño, a veces, anoto frases con el teléfono– o en una fiesta, pensando en los conflictos de un personaje que se rebela. Es, en una palabra, algo que me pasa y que no puedo evitar. Después, en el momento de la corrección, entran a tallar las cosas aprendidas principalmente con la lectura de textos enormes que me acompañan desde la juventud y de textos nuevos, igualmente felices. Los talleres son también una fuente de conocimiento y ayuda a la hora de corregir: las observaciones del moderador y de los compañeros. Yo tuve la fortuna de hacer taller con grandes maestros como Roberto Ferro, Maximiliano Tomas, Gabriela Cabezón Cámara, Luciano Lamberti, Mariano Ducros y Mariano Quirós, entre otros.
Diría entonces que este libro fue fruto de la dichosa soledad de escribir y la virtuosa compañía de mis amigos y maestros. Pero sin duda fue, sobre todas las cosas, un estado de gracia: una absoluta felicidad.
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EL MAMELUCO DEL FRIGORÍFICO
Mariel Pardo
Muchas veces debí guita. En esa oportunidad era gente pesada. Me escondí un tiempo, no dejándome ver por donde solía parar. Tenía toda la sensación de que me andaban vigilando. Yo sabía que no iba a pasar mucho hasta que me encontraran, pero no tenía idea de qué hacer.
Una mañana, saliendo de casa, me agaché detrás del vecino que abrió la puerta del pasillo –precaución que solía tomar antes de salir a la calle- y los vi. Dos tipos de aspecto jodido. Me di vuelta, salté la medianera y me escapé por la casa de al lado. Me puse un mameluco que encontré colgado y caminé rapidito en dirección contraria a la esquina en donde se habían parado los dos.
La ropa estaba manchada de sangre seca en la pechera. Era de Antonio, un muchacho que trabajaba en el frigorífico. Tenía ese olor nauseabundo a tripa.
Yo no sé si me reconocieron o tan sólo dudaron, por mi manera de caminar o mi evidente incomodidad con el traje. La cosa es que noté que me andaban detrás a una distancia prudencial, como si no estuvieran seguros de que el del mameluco manchado de sangre y líquidos putrefactos fuera su objetivo.
Me fui para el frigorífico. Le anduve cerca y, dando un rodeo, me los encontré de frente. Manoteé el bolsillo y saqué una cinta con un cartel identificador: “Antonio Peralta –Faenamiento”. Con una sonrisa que inventó mi desesperación –o lo que me salió, un tembleque en el costado de la boca- me colgué la cinta al cuello y volví sobre mis pasos. Caminé apurado hacia la entrada, como si me hubiera dado cuenta de pronto de que llegaba tarde. Me quedé parado cerca de la puerta.
En eso, me llama la atención un superior, y me manda a trabajar. Sin saber adónde dirigirme, seguí el chirrido de una sierra. Apenas entré y vi las reses colgadas de ganchos y las palanganas que recogían la sangre que les chorreaba, me desmayé.
El enfermero del frigorífico me quiso fajar ni bien abrí los ojos. Sabía que era un impostor porque lo conocía a Antonio. “Encima maricón” repetía.
Hubo algo en él; no sé, cierta nobleza en sus modales brutos, la intuitiva confianza que me generó uno de sus ojos completamente estrábico… Algo de eso me hizo contarle porque había caído ahí. No se alarmó ni se molestó; más bien le causó gracia.
Le prometí unos pesos. Le mentí que estaba por cobrar una plata. Me aguantó toda la mañana y hasta me convidó cigarrillos y un mate cocido. En cuanto pudo, me escondió detrás de una camioneta que salía con unos tachos de achuras.
A los tipos los perdí. Igual, a la pieza no volví más; me tuve que ir. Pero bueno, esa es otra historia.
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PLAN DE EVASIÓN
Por Mariano Quirós*
Preocupados por eso que llamamos cancelación, quienes pretendemos hacer mella en la vida cultural de la patria no prestamos cuidado suficiente a la charlatanería que impuso el presidente electo Javier Milei. Brutal, mersa de tan extrema, la violencia del personaje en cuestión puso en segundo plano —arrasó— nuestros miramientos, nuestra sensibilidad encendida, nuestra conspiranoia al momento de leer. No quiero herir otras sensibilidades —la pucha, debería—, pero hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez.
De puro comedidas, las maestras del jardín de mi hijo censuraron un libro que decía muchas veces la palabra “tonto”. “Yo no soy ningún tonto”, se repite una y otra vez el señor Augusto. Mientras tanto, por televisión admitían como una posibilidad la compra venta de órganos, de niños, la contaminación a gran escala, y un largo etcétera que los biempensantes acaso no toleramos concebir. O concebimos sólo como parte de las distopías que más tarde venderemos a buen bajo precio.
“Como no puedo ser evasor, vivo de evadirme”, dijo hace poco un amigo poeta. Quién pudiera. A veces, casi siempre, siento que puedo. Y entonces leo, me enfrasco en una novela, en un par de cuentos, en el extraño mundo de mi hijo. (Hasta los siete, ocho años –me dijo una vez Elvio Gandolfo—, los niños parecen seres de otro mundo, hay que atender nomás a la manera en que nos miran o dejan de mirarnos).
Quizás ahora que vienen tiempos —no quiero decir oscuros, no quiero decir complejos… ¿extraños?, ¿interesantes, a la manera en que dicen interesante los orientales?... les diré “estúpidos”, tiempos estúpidos—, quizás ahora que vienen esos tiempos consigamos evadirnos. Evadirnos, como reclamaba Aira, de nosotrxs.
En los años 90, y como una manera de fortalecer el indigno salario docente de la época, mi padre cotejó mil y un emprendimientos absurdos: desde la venta de autopartes (iba por los comercios del rubro con un catálogo ridículo bajo el brazo) hasta la venta de pollos (iba casa por casa ofreciendo pollos del tamaño de palomas). Por supuesto que cada ensayo fue un fracaso rotundo. Hoy nos reímos, pero supongo que entonces se habrá sentido penoso. De sobrevivir a la dictadura con los milicos respirándole en la nuca, ahora le tocaban, como a todos, los malabares económicos a que nos sometía el menemismo. Me permito forzar el asunto: las autopartes y los pollos eran también una forma de evasión. Mi padre sabía —no podía no saber— que la empresa era irrisoria, pero hab una búsqueda que trascendía la mera desesperación económica. A veces pienso que de revelarse el motivo de esa búsqueda acabaríamos volando por el aire.
“Como una novela no puede escribirse sin conflicto —dice Aira—, los nuevos novelistas, que no lo tienen, deben inventarlo”.
El año pasado mi padre publicó Cuando cuidábamos el fuego —título hermoso, acaso místico, pero yo no puedo decirlo, soy su hijo—, libro que no es otra cosa que una memoria de los años de dictadura. La manera en que un grupo de militantes montoneros de base —él, mi mamá, y otros cuantos compañeros— se las ingeniaron para no morir de pena y para, sencillamente, no morir. O que no los maten, mejor dicho. En un capítulo narra la visita del Papa Juan Pablo II. Era 1982 y el Papa venía a declarar la derrota en Malvinas. Desde Resistencia, donde vivían a medias camuflados —todo el mundo sabía quiénes eran y lo que hacían—, entregados a una militancia tan elemental como temeraria, mi padre y tres de sus compañeros sentían que “algo más había que hacer”. Así es que se montaron al Taunus de mi tío Oscar y emprendieron el viaje con la idea de llegar a Luján, donde el Papa oficiaría una de sus misas, y entregarle una carta a alguno de sus emisarios. Un párrafo de la carta que iban a entregar decía: “Como miembros del movimiento nacional y popular perseguido, y movidos por las expectativas de democracia y justicia social de nuestro pueblo, pedimos a Su Santidad que requiera a sus interlocutores en la Junta Militar: convocatoria inmediata a elecciones, libertad de los presos políticos, aparición con vida de los desaparecidos”. Un viaje de objetivo más o menos claro y de destino incierto, admitirá mi padre, que en medio de una multitud enardecida apenas si alcanzó a dejar la dichosa carta en manos de un cura cuya función era mantener en alto el ánimo de la feligresía.
Micromilitancia, diríamos hoy. Ir detrás del Papa. Un posible plan de evasión, también. Qué se puede hacer salvo ver películas, cantaba Charly. Qué se puede hacer salvo ver series. Como me autopercibo optimista, creo que se puede hacer de todo.
De momento, ya saben, si me ven vendiendo pollos en una esquina o invocando a Bergoglio, no se trata de vulgar desesperación. Es la manera que encuentro de evadirme antes de pasar a la acción verdadera.
*Mariano Quirós nació en Resistencia, Chaco en 1979. Es escritor y editor, autor de diversas obras galardonadas. Entre ellas encontramos Robles (Premio Bienal Federal), Torrente (Premio Iberoamericano de Nueva Narrativa), Río Negro (Premio Laura Palmer no ha muerto), No llores, hombre duro (Premio Festival Azabache) y Una casa junto al Tragadero (Premio Tusquets de Novela). Además de destacar por sus novelas, Quirós también ha recibido galardones por sus cuentos. En colaboración con otros escritores como Pablo Black y Germán Parmetler, llegó incluso a publicar una antología de cuentos, Cuatro perras noches, con ilustraciones a cargo de Luciano Acosta. En la actualidad dirige, junto a Pablo Black, el sello editorial Colección Mulita. Ver bio completa en este enlace.
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