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EL MAMELUCO DEL FRIGORÍFICO
Mariel Pardo

Muchas veces debí guita. En esa oportunidad era gente pesada. Me escondí un tiempo, no dejándome ver por donde solía parar. Tenía toda la sensación de que me andaban vigilando. Yo sabía que no iba a pasar mucho hasta que me encontraran, pero no tenía idea de qué hacer.

Una mañana, saliendo de casa, me agaché detrás del vecino que abrió la puerta del pasillo –precaución que solía tomar antes de salir a la calle- y los vi. Dos tipos de aspecto jodido. Me di vuelta, salté la medianera y me escapé por la casa de al lado. Me puse un mameluco que encontré colgado y caminé rapidito en dirección contraria a la esquina en donde se habían parado los dos. La ropa estaba manchada de sangre seca en la pechera. Era de Antonio, un muchacho que trabajaba en el frigorífico. Tenía ese olor nauseabundo a tripa.

Yo no sé si me reconocieron o tan sólo dudaron, por mi manera de caminar o mi evidente incomodidad con el traje. La cosa es que noté que me andaban detrás a una distancia prudencial, como si no estuvieran seguros de que el del mameluco manchado de sangre y líquidos putrefactos fuera su objetivo.

Me fui para el frigorífico. Le anduve cerca y, dando un rodeo, me los encontré de frente. Manoteé el bolsillo y saqué una cinta con un cartel identificador: “Antonio Peralta –Faenamiento”. Con una sonrisa que inventó mi desesperación –o lo que me salió, un tembleque en el costado de la boca- me colgué la cinta al cuello y volví sobre mis pasos. Caminé apurado hacia la entrada, como si me hubiera dado cuenta de pronto de que llegaba tarde. Me quedé parado cerca de la puerta.

En eso, me llama la atención un superior, y me manda a trabajar. Sin saber adónde dirigirme, seguí el chirrido de una sierra. Apenas entré y vi las reses colgadas de ganchos y las palanganas que recogían la sangre que les chorreaba, me desmayé. El enfermero del frigorífico me quiso fajar ni bien abrí los ojos. Sabía que era un impostor porque lo conocía a Antonio. “Encima maricón” repetía. Hubo algo en él; no sé, cierta nobleza en sus modales brutos, la intuitiva confianza que me generó uno de sus ojos completamente estrábico… Algo de eso me hizo contarle porque había caído ahí. No se alarmó ni se molestó; más bien le causó gracia.

Le prometí unos pesos. Le mentí que estaba por cobrar una plata. Me aguantó toda la mañana y hasta me convidó cigarrillos y un mate cocido. En cuanto pudo, me escondió  detrás de una camioneta que salía con unos tachos de achuras.

A los tipos los perdí. Igual, a la pieza no volví más; me tuve que ir. Pero bueno, esa es otra historia.

Mención premio Osvaldo Soriano, Facultad de Comunicación UNLP 2017.
Mariel es autora del libro Un sol que me disuelva, editado por Ediciones Diotima
 
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PLAN DE EVASIÓN
Por Mariano Quirós*

Preocupados por eso que llamamos cancelación, quienes pretendemos hacer mella en la vida cultural de la patria no prestamos cuidado suficiente a la charlatanería que impuso el presidente electo Javier Milei. Brutal, mersa de tan extrema, la violencia del personaje en cuestión puso en segundo plano —arrasó— nuestros miramientos, nuestra sensibilidad encendida, nuestra conspiranoia al momento de leer. No quiero herir otras sensibilidades —la pucha, debería—, pero hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez.

De puro comedidas, las maestras del jardín de mi hijo censuraron un libro que decía muchas veces la palabra “tonto”. “Yo no soy ningún tonto”, se repite una y otra vez el señor Augusto. Mientras tanto, por televisión admitían como una posibilidad la compra venta de órganos, de niños, la contaminación a gran escala, y un largo etcétera que los biempensantes acaso no toleramos concebir. O concebimos sólo como parte de las distopías que más tarde venderemos a buen bajo precio.

“Como no puedo ser evasor, vivo de evadirme”, dijo hace poco un amigo poeta. Quién pudiera. A veces, casi siempre, siento que puedo. Y entonces leo, me enfrasco en una novela, en un par de cuentos, en el extraño mundo de mi hijo. (Hasta los siete, ocho años –me dijo una vez Elvio Gandolfo—, los niños parecen seres de otro mundo, hay que atender nomás a la manera en que nos miran o dejan de mirarnos).

Quizás ahora que vienen tiempos —no quiero decir oscuros, no quiero decir complejos… ¿extraños?, ¿interesantes, a la manera en que dicen interesante los orientales?... les diré “estúpidos”, tiempos estúpidos—, quizás ahora que vienen esos tiempos consigamos evadirnos. Evadirnos, como reclamaba Aira, de nosotrxs.

En los años 90, y como una manera de fortalecer el indigno salario docente de la época, mi padre cotejó mil y un emprendimientos absurdos: desde la venta de autopartes (iba por los comercios del rubro con un catálogo ridículo bajo el brazo) hasta la venta de pollos (iba casa por casa ofreciendo pollos del tamaño de palomas). Por supuesto que cada ensayo fue un fracaso rotundo. Hoy nos reímos, pero supongo que entonces se habrá sentido penoso. De sobrevivir a la dictadura con los milicos respirándole en la nuca, ahora le tocaban, como a todos, los malabares económicos a que nos sometía el menemismo. Me permito forzar el asunto: las autopartes y los pollos eran también una forma de evasión. Mi padre sabía —no podía no saber— que la empresa era irrisoria, pero hab una búsqueda que trascendía la mera desesperación económica. A veces pienso que de revelarse el motivo de esa búsqueda acabaríamos volando por el aire.

“Como una novela no puede escribirse sin conflicto —dice Aira—, los nuevos novelistas, que no lo tienen, deben inventarlo”.

El año pasado mi padre publicó Cuando cuidábamos el fuego —título hermoso, acaso místico, pero yo no puedo decirlo, soy su hijo—, libro que no es otra cosa que una memoria de los años de dictadura. La manera en que un grupo de militantes montoneros de base —él, mi mamá, y otros cuantos compañeros— se las ingeniaron para no morir de pena y para, sencillamente, no morir. O que no los maten, mejor dicho. En un capítulo narra la visita del Papa Juan Pablo II. Era 1982 y el Papa venía a declarar la derrota en Malvinas. Desde Resistencia, donde vivían a medias camuflados —todo el mundo sabía quiénes eran y lo que hacían—, entregados a una militancia tan elemental como temeraria, mi padre y tres de sus compañeros sentían que “algo más había que hacer”. Así es que se montaron al Taunus de mi tío Oscar y emprendieron el viaje con la idea de llegar a Luján, donde el Papa oficiaría una de sus misas, y entregarle una carta a alguno de sus emisarios. Un párrafo de la carta que iban a entregar decía: “Como miembros del movimiento nacional y popular perseguido, y movidos por las expectativas de democracia y justicia social de nuestro pueblo, pedimos a Su Santidad que requiera a sus interlocutores en la Junta Militar: convocatoria inmediata a elecciones, libertad de los presos políticos, aparición con vida de los desaparecidos”. Un viaje de objetivo más o menos claro y de destino incierto, admitirá mi padre, que en medio de una multitud enardecida apenas si alcanzó a dejar la dichosa carta en manos de un cura cuya función era mantener en alto el ánimo de la feligresía.

Micromilitancia, diríamos hoy. Ir detrás del Papa. Un posible plan de evasión, también. Qué se puede hacer salvo ver películas, cantaba Charly. Qué se puede hacer salvo ver series. Como me autopercibo optimista, creo que se puede hacer de todo.

De momento, ya saben, si me ven vendiendo pollos en una esquina o invocando a Bergoglio, no se trata de vulgar desesperación. Es la manera que encuentro de evadirme antes de pasar a la acción verdadera.

*Mariano Quirós nació en Resistencia, Chaco en 1979. Es escritor y editor, autor de diversas obras galardonadas. Entre ellas encontramos Robles (Premio Bienal Federal), Torrente (Premio Iberoamericano de Nueva Narrativa), Río Negro (Premio Laura Palmer no ha muerto), No llores, hombre duro (Premio Festival Azabache) y Una casa junto al Tragadero (Premio Tusquets de Novela). Además de destacar por sus novelas, Quirós también ha recibido galardones por sus cuentos. En colaboración con otros escritores como Pablo Black y Germán Parmetler, llegó incluso a publicar una antología de cuentos, Cuatro perras noches, con ilustraciones a cargo de Luciano Acosta. En la actualidad dirige, junto a Pablo Black, el sello editorial Colección Mulita. Ver bio completa en este enlace.
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Pollera Plato
Mónica Berjman

En cuclillas en el piso, la madre, increíblemente ágil para su edad –ya había cumplido veintinueve años– marcaba con una tiza de costura en la mano pequeños trazos sobre la tela. Era una lanilla de color negro, el esbozo de lo que se transformaría en una pollero plato. La niña leía en el silloncito del dormitorio, pero había abandonado el libro para concentrar su atención en la figura arrodillada sobre el parqué, atenta a cómo su mamá marcaba sobre la tela el amplio círculo que, en papel de molde, guiaba sus movimientos.

Estar mucho tiempo en cuclillas no era fácil, así que la madre cambió de posición mientras unas gotas de transpiración le humedecían la frente. Al parecer, no era simple hacer una pollera plato.

La niña no dejaba de mirarla. Por esos días ella quería mucho a su mamá y sentía –y en eso tenía razon– que estaban unidas por un vínculo eterno.

Sobre la cama cubierta por un acolchado rojo, estaba abierta una revista; un figurín lleno de dibujos y modelos con instrucciones precisas para la confección del vestido elegido.

Se hizo de noche y se acercaba la hora de comer, pero no se tomaron medidas al respecto. La mamá seguía ensimismada en la pollera. El padre, de vuelta del trabajo, saludó con un alegre:

–Hola! ¿Donde están todos?

Silencio. Lo guió la luz que venia del dormitorio y, asomado al vano de la puerta, intentó con buen humor cruzar el cuarto para saludar a la nena, pero recibió órdenes de no avanzar, de modo que se sentó en el sillón del living a esperar la cena.

La madre aún no había cerrado el círculo de tiza sobre el molde y daba la impresión de que la confección llevaría un tiempo considerable.

Todo ese trajín había comenzado a la hora de la siesta mientras la radio encendida –LU13, Radio Necochea– anunciaba la llegada de un grupo de actores que, desde la capital, vendría a representar en la ciudad balnearia su obra teatral. Aconsejaban no demorarse en la compra de entradas a riesgo de perder la ocasión de ver el espectáculo. Luego el locutor anunciaba el pronóstico del tiempo para los próximos días.

En el figurín, la parte superior del vestido, la pechera, era drapeada y tenía escote en V. Como consecuencia del esfuerzo de concentración o quizás para animarla asomó, en la boca de la madre, la punta de la lengua y la niña recordó otros momentos en que la madre se ayudaba con ese gesto.

El libro había quedado olvidado debajo de de sus piernas. Una luz intensa se derramaba sobre la escena. Raro, porque ya había desaparecido el día.

Con un ademán violento e inesperado, la madre tomó las tijeras y sin titubear hundió la punta en la tela.

Un leve estremecimiento se produjo a continuación. Ahora, desprendida del resto de la superficie, la tela, ya libre, pareció cobrar vida. Ante los ojos azorados de ambas mujeres, al principio leve y luego con frenética agitación, desde el extremo que más tarde sería el dobladillo, la tela, ya convertida en pollera, comenzó a convulsionar hasta alzarse del suelo y abrazar en un remolino la cintura de la madre. La pollera siguió girando hasta que sus pliegues se aquietaron y se posaron sobre el cuerpo de la madre.

La mujer no parecía sorprendida. Se mantuvo quieta admirando su imagen en el espejo. Esbelta: su breve cintura, los senos firmes, las piernas largas, los brazos de muñecas delgadas. El pecho y los hombros cubiertos por el escote drapeado.

La niña recordaría toda su vida esa escena.

Solo años después, observando su propia figura en el espejo, supo que ese día había descubierto en su madre el placer de la femineidad.

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