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Un barrio helado en el sur Por Graciela Scarlatto
Mariela y Luis ven la tele en el living. Luis corta la pizza mientras Mariela mira la biblioteca; la mira y piensa en su padre, no porque fuera un lector, sino porque su padre está detrás de la vitrina: digamos, está literalmente en la biblioteca. Las cenizas están en una urna detrás de la vitrina. Mariela no le da importancia a la película habitualmente pochoclera, del tipo A y B están enfrentados, A es bueno y B es malo. La suerte parece inclinarse a B, pero A gana la pelea final mientras lo aplaude una multitud. En este momento, mientras Luis le pasa un plato con un triángulo de pizza, se plantea en la peli el carácter de los personajes. Mariela mastica pensando en su papá. No fue un padre bueno, ni mucho menos, pero Mariela quiere enfocarse, cuando piensa en él, en las partes amables de la historia: los patines que le regaló, la bici a los ocho años. Su papá discutía todo el tiempo con su mamá. Estaba en esos pensamientos, terminando el segundo triángulo, cuando la multitud estalla en un aplauso y Luis se levanta a tirar la caja de pizza. La pone en una bolsa de consorcio con la basura de la cocina y va a dejarla en el contenedor de la vereda. Ella dice "tené cuidado, mirá para todas partes" y apaga una a una las luces de la casa. Con la sala a oscuras, mientras se cepilla los dientes, ve la boca del pasillo desde la puerta abierta del baño. Algo se mueve en la oscuridad. No quiere ver. Mariela no mira el pasillo, se cepilla sin mirar la silueta que se mueve en la vitrina. Piensa que si lo hiciera, si efectivamente volcara la cabeza hacia el pasillo, vería la figura demacrada de su padre caminando hacia ella; demacrada casi tanto como cuando estaba en el hospicio, los ojos hundidos, los labios morados. Se cepilla y no mira. Es su propio reflejo lo que ve por el rabillo del ojo en la vitrina, lo sabe; pero no puede observar en esa dirección porque está segura de que el fantasma de su padre abrirá la boca, la boca descomunal, como una bestia y ella no podrá cerrar a tiempo la puerta del baño. Se sobresalta cuando siente la puerta, la puerta de calle. Luis pasa por el baño y le guiña un ojo, cuando ella entra al dormitorio él se ha puesto un pijama de frisa porque ese invierno hace mucho frío. Ella busca el camisón mientras Luis se cepilla los dientes en el baño. Está acostada, con los ojos fijos en la puerta del dormitorio. Quizá todavía camine por allí la silueta de Alfredo, su papá. Alfredo con las encías desdentadas, los dedos abiertos en garras. "¿Te gustó la peli? –dice Luis." Ella dice que sí y que le encanta Daniel Craig, que está cada día más buen mozo y Luis se sonríe de costado y se acuesta. La abraza. La ventana está abierta y ella ve cómo caen las sombras de la reja sobre la alfombra. Es la una de la mañana y pasa un auto cada tanto, cada muerte de obispo pasa un auto hasta que ya no escucha ruidos. Solo la respiración de Luis y una moto que ronca en la avenida, que ahora está desierta. La reja es endeble. Piensa que alguien podría entrar esa noche a la casa, sería muy fácil abrir la puerta con una barreta, fácil incluso hacerlo en silencio. Hace dos días mataron a un matrimonio en una entradera. Ese barrio del sur se ha poblado de criminales. Es probable, piensa Mariela, que hasta haya alguien en la sala justo ahora o dando vueltas por la casa. Tiene el impulso de levantarse y prender todas las luces, empezando por la del pasillo, pero la idea de Alfredo se lo impide. Si hubiera un ladrón en la casa, ya se habrían enterado, pero acaso no sea un ladrón, sino otra sombra convocada por la presencia de la biblioteca. Quizá traman algo en el comedor. "Tramar algo" es algo que ella escucha cada dos por tres en las películas. Pero la peli terminó y ella está en la cama y piensa que las sombras traman algo en el comedor. Luis se ha quitado la frazada y ahora el perfil de sus pies abulta la sábana. Mariela piensa que así abultan los pies en las camillas de una morgue, que ella, por supuesto, ha visto muchas veces en la tele y una sola vez cuando Alfredo murió. La respiración de Luis produce un silbido al exhalar y raspa y carraspea al inhalar. Carraspea o gruñe; gruñe, más bien, como un perro. Mira los pies de Luis que no se mueven. Está boca arriba, con el antebrazo sobre la frente. Lo sabe porque Luis, que ahora parece un muerto, duerme siempre en esa posición, pero no lo mira porque hay dos pliegues en su cuello; sabe, no, intuye dos pliegues grises y amoratados que no quiere ver y se levanta porque Luis se descompone; se pudre Luis en la cama mientras Mariela se levanta y se queda parada mirando el placard. No puede ver hacia la ventana y tampoco hacia Luis, que ha dejado a la vista una deformidad en el cuello, una rarísima protuberancia en la frente, como un cuerno, posiblemente diabólico. Sin mirar a Luis, que ya no es eso, sale al pasillo en camisón. Un poco tiembla y a la vez siente valor por la proximidad de la luz. La llave está en la pared del pasillo; en la pared que tantea porque no quiere abrir los ojos hasta que, por fin, escucha el clic de la llave y abre los párpados a la oscuridad. La bombita del pasillo falla cada dos por tres. "Cada dos por tres" –decía su padre. Entonces falla. Mariela corre a la sala, se lleva por delante las sillas del comedor y se cae. Queda enfrentada a la vitrina con los ojos cerrados. Solo piensa en escapar a un sitio seguro. Y aunque tal vez no exista un sitio así en este mundo, se levanta con los brazos y las palmas extendidas, tantea la oscuridad. Mariela avanza por la casa con los dedos abiertos y toca una superficie crespa, probablemente la cortina o quizá no, quizá sea el pijama celeste de su padre, el pijama de invierno que usaba en el hospicio. Como no puede abrir los ojos, piensa que ha llegado a la cocina, pero no puede asegurarlo. Los cubiertos hacen ruido y puede ser el gato que ha entrado por la ventana o quizá Luis ha salido por la ventana, pero la del dormitorio hacia el patio, y ahora quiere entrar por la cocina, quiere entrar para matarla o peor, para poseerla y entonces Mariela toca el picaporte y sabe que es el picaporte de la puerta de calle y la abre, sale a la intemperie del invierno a las tres de la mañana, sale a la avenida en plena madrugada y camina por la vereda, sin determinación, sin abrir los ojos, con los dedos extendidos hasta que se pierde en la noche helada y negra de ese barrio del sur.
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LA CANASTITA
Vanesa Gómez
Todo blanco y listo sobre la cama: la camisa de seda con botones de nácar, la falda plisada, las medias con volados, las guillerminas que huelen a nuevo dentro de la caja y, lo más importante, la canastita hecha de cintas, moños y tules, con las tarjetas adentro. Tarjetas que intercambiaría por dinero. Venían todos los familiares al asado que el abuelo hacía en el patio, así que esperaba juntar lo suficiente como para comprar las muñecas de Sailor Moon que ya hacía un mes brillaban en la vidriera del kiosquito amarillo.
Se llevó los zapatos a la cara y los olió. Le gustaba el olor de las cosas nuevas. Los zapatos se los había regalado la madrina, por suerte, porque la madre había dicho que usara zapatillas blancas o alpargatas. Ella ya había hablado con las compañeras. No quería ser la única en ir sin zapatos.
Se vistió. Con el apuro, abotonó mal la camisa. Tuvo que hacerlo de nuevo.
—Ya estoy —dijo.
La cortina anaranjada de la habitación de la abuela se movió. Su madre entró, poniéndose una pulsera dorada. La miró de pies a cabeza. Ahora va a encontrar algo mal, pensó ella.
—Sentate —dijo la madre.
Ella obedeció y se sentó en la cama. La madre le cepilló el pelo y se lo recogió en una trenza con un moño blanco.
—A ver, mirate —dijo.
Ella corrió hacia el espejo y se miró de frente, de costado, también intentó verse de espaldas, desde cada ángulo posible. Casi bonita, pensó.
Salieron al patio. El abuelo acomodaba leña y carbón a un costado de la parrilla.
Su padre bajó la escalera del patio, de saco y corbata. Olía a perfume. Se abrochaba el reloj pulsera. Ella lo miró en silencio. Nunca lo había visto desarreglado. Le hubiera gustado decirle algo. No. Le hubiera gustado que él le dijera algo. No mucho. Aunque fuera una mentira. Que estaba linda, por ejemplo, que parecía una princesa, como su madre. Pero no. Él se limitó a mirarla de arriba abajo, como si buscara algún error. Le palmeó tres veces la cabeza y fue a encender el auto.
En el patio, sentados alrededor de dos tablones cubiertos por manteles, la familia hacía sobremesa. Ella entregaba las tarjetitas. Una por familia, le había dicho la madre. Quería que le alcanzara para llevarle también a los vecinos. Poco a poco la cajita fue llenándose de monedas de distintos tamaños y billetes de diferentes colores. Estaban los que hacían chistes con que habían puesto mucho dinero. Esa era la trampa: ella extendía la tarjetita y quien daba el dinero lo introducía sin que pudiera ver cuánto ponía. Pero enseguida iba corriendo al baño o a la pieza y contaba el último montoncito.
Había reunido casi el total para las muñecas Sailor Moon. No le faltaba mucho. Podía juntarlo, si ahorraba cada día el dinero del recreo o lo que le diera el abuelo por hacer los mandados, lo que le diera la abuela, que siempre guardaba los vueltos en una tetera y se los regalaba. Incluso, podía pedirle a sus padres, les diría que ahorraba.
Uno de los tíos empezó a preguntar cuánto había juntado, y las voces de tíos, tías, primos y primas se sumaron al coro. Ella dijo la cifra y retumbó el aplauso. Empezaron las bromas de préstamos. Fue hasta la pieza de la abuela y se puso una remera larga que le quedaba como un vestido. Se metió en la cama, la canastita a un costado. La abuela entró sin hacer ruido. Encendió el velador y la vio despierta. Le preguntó si precisaba algo. Ella le mostró la canastita y le dijo que no sabía dónde guardarla. La abuela le señaló el ropero, la parte alta. La dejó ahí, oculta debajo de bolsas con la ropa de invierno. Le dio un beso en la frente y volvió a la cocina con las mujeres, a limpiar el desastre de platos y vasos que había quedado de la fiesta.
Estaba a punto de apagar el velador cuando entró el padrino y se sentó frente a ella, en la cama de la abuela.
—¿Dónde vas a guardar la plata? —preguntó.
Ella señaló el ropero. El padrino se puso de pie y revisó.
—Está muy bien —dijo—. Si lo llevás a tu casa te lo van a gastar todo.
Cada día, a la vuelta de la escuela, pasaba por el kiosquito amarillo y miraba la caja con las muñecas de las Sailor. Faltaba poco. Cuenta regresiva, pensaba. Y cruzaba los dedos de las manos y de los pies para que a nadie se le ocurriera ganarle de mano y comprarlas antes.
La sospecha empezó a la siesta. La abuela dormía en la cama de una plaza y ella, en la otra cama, golpeaba con un pie la pared, cosa que hacía cuando no conseguía dormirse.
Vio que el tío entraba en silencio a la pieza. Se quedó quieta. Lo vio buscar arriba, en el ropero, la canastita y sacar dinero de ahí. Enseguida se levantó y se puso a contar cuánto había. Para su sorpresa, quedaba menos de la mitad. Fue hasta el comedor donde los tíos almorzaban y les preguntó si ellos habían usado el dinero.
La tía le dijo que no se preocupara, que se cobraban una deuda del padre, que él le iba a devolver la plata.
Vio como la tía se sirvió un cuarto de vino blanco de la cajita, le puso hielo y agua, hasta el borde. El tío miraba la tele, imperturbable.
—Yo estaba ahorrando para…
—Ah… y bueno, jodete por boluda, hace más de un mes que está la plata ahí y no te compraste ni un caramelo —dijo la madrina y se llevó un trago de vino a la boca.
Giró en silencio y subió la escalera del patio. Tenía la canastita entre las manos. Su madre, sentada en la cama, le daba la teta a su hermanito que chorreaba una gota de leche de una de las comisuras de la boca y pestañeaba.
Le contó a la madre lo que le habían dicho los padrinos.
—Jodete por boluda —dijo la madre—. Tu padre no tiene para devolverte eso. Además, ellos no arreglaron nada con nosotros, es mentira. La hubieras guardado acá, esta es tu casa, estoy cansada de decirte que abajo no es tu casa.
Se puso de pie y le sacó la canastita de las manos. Volcó el dinero sobre la cama y empezó a contarlo, haciendo montoncitos de $10 con las monedas.
—No llegás ni a los $500. Vi una remera muy linda en la tienda de acá a la vuelta. A la tarde vamos y te la medís. En algo tenés que gastar tu plata.
Ella se quedó mirándola en silencio.
Bajó la cabeza. La madre sonreía. Sintió algo oscuro en el pecho. Algo que nunca antes había sentido: una mano abierta que cerraba despacio los dedos y formaba un puño. Caminó hacia la puerta. Entonces las palabras llegaron, de golpe, todas juntas. Giró, levantó la cabeza y miró a la madre a los ojos. Le pareció que ya no era tan bella. Ni tan buena. Ni tan princesa. Una por una desfilaron frente a sus ojos las brujas malvadas de los cuentos que había leído y de las películas que había visto.
—La tía me dijo lo mismo —dijo.
Vio el rictus en la boca de su madre. Ahora sí, una verdadera bruja, pensó.
Salió de la casa y bajó las escaleras peldaño por peldaño, ya no de a dos o de a tres como solía hacer. Sentía el cuerpo raro, pesado. Ajeno.
La abuela baldeaba el patio con lavandina y perfumina. Pasaba una escoba de paja sobre el piso de portland, parecía cepillar algo.
Ella se puso a saltar sobre uno de los charcos y a salpicar agua. La abuela sonrió. Le preguntó si quería tomar la leche. Algo debió notar, la abuela, algo en el silencio, en los ojos, en el cuerpo. Dejó la escoba contra la pared y abrió grandes los brazos. Fue un acto reflejo. No lo pensó. Corrió hasta sentir la aspereza del delantal de cocina en sus cachetes. Los brazos gordos y fofos apretando fuerte, envolviéndola. La respiración de su abuela le hinchaba y deshinchaba la panza. No supo cómo o por qué, pero las lágrimas comenzaron a salir, incontenibles, como cuando se pone un vaso debajo de la canilla abierta y se llena rápido, tan rápido que no se hace tiempo a cerrar la canilla y el agua desborda y chorrea. La abuela le pasó un dedo por la cara, limpiándole las lágrimas.
—¿Té con leche? —preguntó.
Ella asintió en silencio.
Entraron a la casa juntas a preparar la merienda.
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TALLER DE RESTAURACIÓN
Lorena Hidalgo
Y el teléfono que no para de sonar. Dos mensajes de Pablo, uno de su suegra y al menos ocho del chat de mamis del colegio. Demasiadas cosas para solucionar, tan poco tiempo.
Amanda respira profundo.
Contesta los mensajes del teléfono y baja del auto. La dirección que le pasaron coincide con los números en la pared, pero algo la hace dudar: el lugar no parece un taller, sino más bien una vivienda familiar. Busca un timbre inexistente, golpea las manos. Espera una fracción de segundo y pega la vuelta. Vuelvo otro día, piensa.
Sale un hombre —no mayor que ella—, inclina la cabeza para saludar.
—¿Sos el restaurador?
El hombre la mira desde la seguridad de una belleza enraizada. Frota sus manos con un trapo que huele a cera. Amanda observa el movimiento pausado, casi hipnótico. Sacude la cabeza.
—¿Arreglás cualquier cosa?
El hombre estira el trapo, después lo abolla con esmero. Se toma unos segundos para responder.
—Restauro infinidad de cosas —dice—. Siempre y cuando valgan la pena.
Que fanfarrón, piensa Amanda. Mira el teléfono, tiene una hora antes de que cierre la panadería. Si no llega a tiempo, tendrá que escuchar a su suegra, «te dije que yo le hacía la torta al nene».
—Si sos carpintero tengo un par de muebles para traerte.
—Prefiero artesano —dice y la invita a pasar—. Conozca mi trabajo antes de tomar una decisión.
Amanda duda: la torta, la suegra. Los muebles, mejor otro día. Aunque la cena con el jefe de Pablo es la semana próxima, la casa tiene que verse impecable, piensa, y el chat de mamis que se enciende: que si el cumple es a las seis en punto, que si fulanito pasa a buscar a menganito, que si hay pronóstico de lluvia.
Ignora el teléfono y entra al taller.
Abre su bolso —tamaño supermercado— y arroja el aparato entre sobres bancarios, horarios escolares, un planificador, un cierre para cambiar, unas barras de proteína, dos agendas, tres lapiceras, un lápiz, un portacosméticos, y algunos blísteres con analgésicos y antiácidos.
Al levantar la cabeza, Amanda se encuentra con la segunda incongruencia: el espacio es demasiado reducido para la cantidad de muebles que logra contar. Incluso, parecen agregarse objetos a medida que vuelve al principio; ¿o cambian de lugar? Necesito vacaciones, piensa.
Un chico de unos diez años corre por detrás de un torno. Levanta una mano a modo de saludo. ¿De dónde salió?
—Joaquín —dice el hombre sin levantar el tono—. Entre las maquinas no, es peligroso.
El chico disminuye la velocidad y desaparece por una puerta trasera. Amanda observa el lugar: el torno, un banco de trabajo, una especie de prensa y tableros con herramientas colgadas. Un olor a comida casera se mezcla con el de las maderas barnizadas. Desde algún lugar llega el sonido de una conversación de radio, ¿o son voces de una familia?
—Su hijo, supongo —dice Amanda.
—Chicos —sonríe—, nunca son conscientes del peligro.
Amanda tuerce los labios. Piensa en su hijo y en el bendito yeso que arrasó con todo un verano. El hombre deja el trapo sobre una cómoda, endereza la espalda; parece más alto que antes. La estudia como si recién la descubriera. Luego de unos instantes, dice:
—Veamos en qué puedo ayudarla.
—Tengo unas banquetas.
—¿Puedo preguntar en que año nació?
Amanda arquea las cejas. Que desubicado, piensa, me quiere levantar. Sin saber por qué, se quita unos años.
—Soy del 85, ¿eso que tiene que ver?
—Mal año para el cerezo —dice y mueve la cabeza—, mucho bicho. Si fuera del 80.
Amanda supone que está con un pirado que relaciona todo con el oficio. Contiene un insulto. Escucha el sonido del teléfono en el fondo del bolso.
—Cómo te decía, tengo unas banquetas y un.
—Sin embargo, el cerezo es fácil para trabajar —sigue el artesano—. Pulido es precioso, y se oscurece con el tiempo.
Amanda se cruza de brazos. No tengo tiempo para esto, piensa, mejor voy por la torta.
—Disculpá, vuelvo otro día.
El hombre estira una mano, ladea la cabeza. Da una vuelta alrededor de Amanda. Tiene puesto un delantal de cuero, con varios bolsillos. Saca un anotador, un lápiz. Escribe mientras murmura una especie de cálculo. Luego, saca una cinta métrica de otro bolsillo. Da unos pasos hacia ella. Amanda retrocede.
—Estoy algo apurada.
—Ya casi termino, no se preocupe.
—¿Terminás con qué?
Amanda piensa en que ni siquiera empezó a hablar. Abre el bolso, mira el teléfono. La panadería, piensa, la torta, mi suegra y este loco de. El hombre extiende la cinta delante de ella. Tuerce una ceja, dibuja trazos en el aire, asiente con la cabeza.
—Servirá.
—¿De qué hablás? —Amanda levanta el tono, siente la aceleración en el pecho.
Por la puerta del fondo aparece otra vez el chico. Trae una bandeja con una taza y una jarra. Lo sigue una mujer mayor. El niño deja la bandeja sobre una mesa.
—Ya conoce a Joaquín. —El artesano acaricia la cabeza del niño, después señala a la mujer—. Ella es mi madre.
La anciana inclina la cabeza a modo de saludo. Luego, llena la taza con la infusión que estaba en la jarra.
Tiene las manos cuarteadas pero luminosas, como enceradas. Las volutas ascienden por el rostro de la anciana, que cierra los ojos y aspira el perfume frutal. Amanda también lo siente: cerezas.
El artesano señala un sillón.
—Tome asiento, por favor.
—La verdad, no tengo tiempo.
—El tiempo es ilimitado si dejamos de buscarlo.
Amanda titubea, no quiere ser descortés. Mira las grietas en el tapizado del sillón, parece un mueble viejo; sin embargo, las patas son nuevas. Se sienta sin reclinarse.
—¿Antiguos o modernos?
—¿Qué cosa? —Amanda sigue desconcertada.
—Los muebles. —El artesano señala a su alrededor—. ¿Prefiere los muebles antiguos o modernos?
—No lo sé, supongo que los antiguos tienen su encanto. Pero los nuevos, son nuevos ¿no?
Observa el taller. Los muebles tienen cierto orden en el caos, como si se agruparan por estilos. Cómodas francesas, armarios provenzales, un perchero Thonet, espejos barrocos y mesas contemporáneas con patas tan robustas como las de un elefante.
—Además de embellecer un lugar, los muebles cumplen una función. Algunos guardan cosas, otros ofrecen descanso, ¿usted es de guardar mucho?
—Como todo el mundo. —La anciana le acerca una taza, huele exquisito—. Bueno, a lo mejor, un poco más.
—Le gusta el orden —dice el artesano.
Amanda agradece la infusión. A medida que bebe, la espalda se relaja. No hace falta que la anciana le pregunte por el azúcar, está justo como ella lo toma. El calor le abraza el pecho, los recuerdos asoman: la casa de los abuelos, la pasta del domingo, tardes de lluvia y torta fritas.
—Me ocupo de muchas cosas a la vez —dice Amanda—. El orden en mi vida es fundamental.
—Entiendo. Necesita tener todo a mano y en el lugar exacto. Para no perder tiempo, digamos.
—El tiempo es importante. ¿No le parece?
Amanda descubre una media sonrisa en el rostro de la anciana. Luego, el niño agarra la bandeja y ambos desaparecen por donde vinieron. Toma otro sorbo de té, acomoda el cuerpo contra el respaldo, apoya la cabeza. Cierra los ojos por un instante, percibe los sonidos con una intensidad fabulosa: el fluir del agua, el aleteo de una mariposa sobre una lavanda, las agujas de un reloj que se detienen.
El artesano busca una herramienta.
Amanda ni siquiera se da cuenta, su mente está en el primer aniversario con Pablo, en los cumpleaños, en las fiestas escolares, en las juntadas con las amigas de la facultad, en las vacaciones familiares, en las navidades. Tanta gente, piensa, tanta soledad.
El artesano vuelve, se inclina sobre ella.
El formón hace el primer rebaje sobre el brazo de Amanda.
El aroma a cerezo impregna el lugar. Amanda abre los ojos, la taza cae, pero ella sigue inmóvil. Las virutas vuelan y forman un tapiz rojizo en el suelo. El artesano trabaja en silencio, con precisión, sin pausa. Acaricia cada centímetro del cuerpo antes de clavar la herramienta. Busca las vetas, las dibuja con el dedo; luego hunde el bisel en el punto exacto.
Amanda toma forma.
El artesano curva algunas líneas, aplana otras; despliega las manos que huelen a cedro, como si fueran herramientas. De manera meticulosa, tornea las patas, lija la superficie, talla unas hojas de muérdago. La laca natural vuelve a la madera sedosa, el cerezo resplandece como si tuviera luces navideñas.
Después de varias horas, el artesano admira su trabajo. Las sombras cubren el taller, los muebles se acurrucan entre ellos. La tarde se desvanece. Joaquín aparece con un mensaje de la abuela. Satisfecho, el artesano disfruta de una cena en familia. Pero antes, pone un espejo enorme delante de la nueva obra.
De estar todavía ahí, Amanda podrá admirar un bello secreter de estilo moderno. Con incontables cajones —algunos ocultos— y un reloj sin agujas, rodeado de hojas labradas.
También verá un bolso —tamaño supermercado—, apoyado sobre el acabado brillante. Tal vez, si prestas atención, escucharás el sonido incesante de un teléfono en su interior.
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