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Pollera Plato Mónica Berjman
En cuclillas en el piso, la madre, increíblemente ágil para su edad –ya había cumplido veintinueve años– marcaba con una tiza de costura en la mano pequeños trazos sobre la tela. Era una lanilla de color negro, el esbozo de lo que se transformaría en una pollero plato. La niña leía en el silloncito del dormitorio, pero había abandonado el libro para concentrar su atención en la figura arrodillada sobre el parqué, atenta a cómo su mamá marcaba sobre la tela el amplio círculo que, en papel de molde, guiaba sus movimientos.
Estar mucho tiempo en cuclillas no era fácil, así que la madre cambió de posición mientras unas gotas de transpiración le humedecían la frente. Al parecer, no era simple hacer una pollera plato.
La niña no dejaba de mirarla. Por esos días ella quería mucho a su mamá y sentía –y en eso tenía razon– que estaban unidas por un vínculo eterno.
Sobre la cama cubierta por un acolchado rojo, estaba abierta una revista; un figurín lleno de dibujos y modelos con instrucciones precisas para la confección del vestido elegido.
Se hizo de noche y se acercaba la hora de comer, pero no se tomaron medidas al respecto. La mamá seguía ensimismada en la pollera. El padre, de vuelta del trabajo, saludó con un alegre:
–Hola! ¿Donde están todos?
Silencio. Lo guió la luz que venia del dormitorio y, asomado al vano de la puerta, intentó con buen humor cruzar el cuarto para saludar a la nena, pero recibió órdenes de no avanzar, de modo que se sentó en el sillón del living a esperar la cena.
La madre aún no había cerrado el círculo de tiza sobre el molde y daba la impresión de que la confección llevaría un tiempo considerable.
Todo ese trajín había comenzado a la hora de la siesta mientras la radio encendida –LU13, Radio Necochea– anunciaba la llegada de un grupo de actores que, desde la capital, vendría a representar en la ciudad balnearia su obra teatral. Aconsejaban no demorarse en la compra de entradas a riesgo de perder la ocasión de ver el espectáculo. Luego el locutor anunciaba el pronóstico del tiempo para los próximos días.
En el figurín, la parte superior del vestido, la pechera, era drapeada y tenía escote en V. Como consecuencia del esfuerzo de concentración o quizás para animarla asomó, en la boca de la madre, la punta de la lengua y la niña recordó otros momentos en que la madre se ayudaba con ese gesto.
El libro había quedado olvidado debajo de de sus piernas. Una luz intensa se derramaba sobre la escena. Raro, porque ya había desaparecido el día.
Con un ademán violento e inesperado, la madre tomó las tijeras y sin titubear hundió la punta en la tela.
Un leve estremecimiento se produjo a continuación. Ahora, desprendida del resto de la superficie, la tela, ya libre, pareció cobrar vida. Ante los ojos azorados de ambas mujeres, al principio leve y luego con frenética agitación, desde el extremo que más tarde sería el dobladillo, la tela, ya convertida en pollera, comenzó a convulsionar hasta alzarse del suelo y abrazar en un remolino la cintura de la madre. La pollera siguió girando hasta que sus pliegues se aquietaron y se posaron sobre el cuerpo de la madre.
La mujer no parecía sorprendida. Se mantuvo quieta admirando su imagen en el espejo. Esbelta: su breve cintura, los senos firmes, las piernas largas, los brazos de muñecas delgadas. El pecho y los hombros cubiertos por el escote drapeado.
La niña recordaría toda su vida esa escena.
Solo años después, observando su propia figura en el espejo, supo que ese día había descubierto en su madre el placer de la femineidad.
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COMO ESCRIBÍ "DEJAR LA INFANCIA" Por Graciela Scarlatto 17/11/2023
¿Por qué es efímera la felicidad? Esos estados de luz, de gracia (la infancia, la salud, la inocencia, incluso el amor y hasta la fe) son lábiles.
Yo no puedo escribir desde las certezas o el conocimiento de algo. Siempre lo hago para saber, como si la verdad emergiera paso a paso tras cada oración y, al final del cuento, ocurriera un milagro: tres o cuatro frases que son una epifanía de la verdad que buscaba.
Por lo general todo comienza con una imagen: un fotograma con la potencia necesaria para desencadenar una historia. Así, los preciosos caballitos al trote, que una nena ve en una avenida de Mendoza, dan por tierra con su fe en Papá Noel. Los patines que son objeto de un deseo irrefrenable desencadenan la historia que acaba con la infancia de una niña.
Esos momentos de quiebre son arteros, se presentan con cierta falsa inocencia y lo cambian todo. A partir de su ocurrencia no somos nunca más los mismos.
Una mujer vive en un matrimonio feliz y descubre una verdad que aniquila esa certeza a partir de un inocente moño de regalo. Unas cuantas gallinas y varios pollitos son suficientes, durante una tormenta, para que una mujer descubra y acepte su esclavitud, o la simple existencia de un beso en la mejilla basta para admitir un afecto antiguo y llegar al perdón. Marito dibuja Atlantes y cree que su vida seguirá ciertos carriles hasta que en su último dibujo se revela un hombre de rodillas: y no es otro que Mario mismo.
Escribir es incluso un estado de gracia. Una máquina de emoción e inteligencia que nos arrastra, como una flecha, hacia el final de un cuento. Yo, por ejemplo, no sé nunca cómo terminará una historia y ese es un momento agónico, hasta que se desliza (como por arte de magia) ese momento de epifanía que busco y llega el punto final. Entonces ocurre algo parecido a la felicidad: un nuevo saber, una emoción, una verdad ha venido a comparecer al final del texto.
¿Qué cosas son capaces de transformarnos? ¿Qué hechos tienen el poder de aniquilar nuestros estados de gracia y nos cambian para siempre? Creo que escribir, que la literatura, la ficción, tienen el poder de abrir nuevas preguntas. No me parece divertido trabajar desde posiciones tomadas y certezas. Cada cuento, cada poema o novela me transforman porque revelan preguntas nuevas para mí, y las respuestas halladas nunca son inocuas. Al contrario, hay un peligro en ese estado de gracia que es la escritura, porque nos cambia; transforma eso inamovible que creíamos ser.
Escribir este libro insumió mucho tiempo. Viví tres años hermosos con esas preguntas. Trabajé los cuentos con Roberto Ferro, cuya partida nos dejó a todos sus alumnos en la orfandad, y en el taller de Maximiliano Tomas. Con ellos y mis compañeros compartimos parte del proceso creativo. Pero uno está solo en el momento de decidir qué se queda y qué se va. Escribir es un modo muy bello de la soledad. Después de reunir casi veinte historias, llegó el momento de verificar si en el libro había un hilo conductor, una unidad, y de descartar varias de ellas. Creo que la coherencia es fundamental. Una antología de autor con cuentos seleccionados al azar suele resultar en un monumento al ego personal que nunca es un libro (salvo célebres excepciones). Es importante la cohesión, que cada historia resignifique a la siguiente.
Así, después de “Lo escondían todo”, una historia sobre los motivos que nos unen, a veces imaginarios o espúreos, el cuento “Crónicas de una boa y un cascarón –que también es un capítulo de mi segunda novela, “Los pozos”– puede leerse a la luz del sentido del cuento anterior. Esa epifanía hallada en “Lo escondían todo” debería iluminar (espero) la historia de una niña que sabe, a los once años, que nació en el cuerpo equivocado. Esconder y dar a luz es un juego dentro de la circulación de sentido en este libro.
“Lagartija” –una historia en que el estado de gracia de un papá que siempre tiene razón se ve trastocado por la repentina madurez de su hijo– está precedida por otra historia en la que el estado de gracia de todo un país se destruye a partir de una manifestación y, con él, la fe de una niña. Fue en el Mendozazo de 1972.
Con respectro al lenguaje, no quise ser estridente, sino sencilla. Me preocupé por lograr (ojalá lo haya conseguido) una prosa elegante que fuera transparente y también, en lo posible, polisémica. Pero me atraía, sobre todo, que la historia fluyera rítmicamente a través de las frases sin escatimar sentido con ninguna dificultad u oscuridad.
Unas palabras finales: para mí no hay recetas, momentos propicios, inspiración "alada" ni nada que pueda condicionar la escritura. Escribir es una corriente de necesidad. Yo escribo en la mesa de la cocina, pero también en el colectivo, de mañaña o en la madrugada, por las noches –en el baño, a veces, anoto frases con el teléfono– o en una fiesta, pensando en los conflictos de un personaje que se rebela. Es, en una palabra, algo que me pasa y que no puedo evitar. Después, en el momento de la corrección, entran a tallar las cosas aprendidas principalmente con la lectura de textos enormes que me acompañan desde la juventud y de textos nuevos, igualmente felices. Los talleres son también una fuente de conocimiento y ayuda a la hora de corregir: las observaciones del moderador y de los compañeros. Yo tuve la fortuna de hacer taller con grandes maestros como Roberto Ferro, Maximiliano Tomas, Gabriela Cabezón Cámara, Luciano Lamberti, Mariano Ducros y Mariano Quirós, entre otros.
Diría entonces que este libro fue fruto de la dichosa soledad de escribir y la virtuosa compañía de mis amigos y maestros. Pero sin duda fue, sobre todas las cosas, un estado de gracia: una absoluta felicidad.
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Tema del héroe
Luis Benítez
I.
Veo al héroe dormido a dos kilómetros de la redonda ciudadela. Dentro de ésta las mujeres especulan sobre la belleza del héroe y los hombres, temerosos unos, los otros desdeñosos, están inquietos por la necesidad de salir al campo, antes de la tarde, a recoger el ganado.
El héroe apoya las anchas espaldas en una palmera flexible, contra un rígido algarrobo, reposa extendido sobre la hierba. Cada tanto espanta de sí los insectos, para él lo Feroz, con la mano infinita de los sonámbulos, que nada aferran y en la nada duermen. En el sueño la mano tiene una clava mortífera; en ese mediodía, una cicatriz reciente.
Un hijo de la ciudadela por fin se anima y tuerce el camino hacia el río para no evitar la conocida planicie. Pero es apenas un valiente. No es un héroe. Éste tiene una piel de pantera y desde hace seis meses un caballo prestado. El valiente tiene cabras, techo, perros y pastores que empujan sus ovejas de sol a sol y una mujer de noche, preñada casi siempre. El valiente deja dátiles o trigo o maíz a diez metros del héroe. Traza un signo mágico en el aire. Al llegar a las puertas dirá que el otro es un gigante y que él le tocó la cara.
Allá en la ciudadela las viejas y los sacerdotes y los tontos habrán comenzado a hacer su trabajo con el héroe. Unos le habrán visto anunciado en unos nacimientos monstruosos o en un cometa que cayó más allá del horizonte. Otros, en la repentina distracción de la sangre, antes fluyente y exacta, de las jóvenes hijas.
Para contrarrestar la perturbadora presencia del héroe, un viajero dormido, tendrán que buscar lo Feroz, aterido de olvido en las imaginaciones enturbiadas por la sucesión de cosechas y sequías, antes, urgentemente, de que se pronuncie el alba. Porque si está el héroe tiene que estar lo siniestro para que todo siga en orden.
Alguien por fin recuerda la sombra ambulante del pantano, inventa la maravilla saliendo de un campo de rastrojos, alza un equilibrio furioso para la siesta del héroe. Otro asevera que ha visto lo mismo. Un tercero lo afirma con el mentón, muy convencido.
II.
El combate y el héroe se encuentran a la mañana siguiente. En la ciudadela rezan los que ahora saben de qué tenían que librarse desde la aparición del héroe. Y bendicen los aparentes truenos de ese valle vecino: son los golpes del héroe. Y la lluvia es la sangre de lo encontrado y siniestro, que brota de los cielos por su desusado tamaño. Se instala el momento alarmante de la calma: es que ha aflojado el héroe la violenta defensa que sucedió al ataque. El universo peligra. Peligran el atardecer, la tarde, las mañanas, el claro mediodía. Alguien trae un cabrito y de su cuello surge con la sangre la victoria del héroe.
Debe el héroe. Debe esa hacienda que todos comen de la pira elevada al regocijo y secundariamente como homenaje al dios padre del héroe, que inyectó a tiempo la sangre inmolada en el brazo vivo del héroe y dirigió la flecha, la maza, el cuchillazo. Donde se le asigne un escenario a la lucha, uno verá surgir caballos alados de lo vertido abundante; otro flores rarísimas que, asegura, allí no estaban antes. Un tercero verá en la escena el nacimiento prodigioso del tabaco. Pero el héroe debe. Eso es lo cierto, lo real, comprometido.
III.
Alguien ejerce el blindaje de un escudo. Otro recordó una cadena que iba cubriéndose pacientemente de herrumbre en un galpón de cereales. Alguno, todavía, confió sus preces a la luna de agosto, a Hécate, a la Gran Diosa Triforme, a la Madre. El héroe, fláccido el músculo y la frente batida por la fiebre traída de otras tierras, malsanas, se deja llevar en un sueño hasta la hoguera prevista en el centro mismo de la plaza, que también lo es del mundo. Como lo es en cada pueblo del mundo.
Demora tres días en morir y no es por descuido, sino por las recitadas virtudes del héroe. Un partido de la ciudadela se opuso tras la muerte del héroe y luego de la guerra campal, inmediata y legítima, hizo suyas las futuras cosechas, las ejecuciones consecuentes y el giro inmediato de la historia.
De las cenizas del héroe, mezcladas con boñigas y polvo, se alza un monumento que van a venerar los niños y los viejos con fervores diferentes y en épocas distintas.
IV.
El hijo del héroe nació un día perdurable. Moría aquel que juró en la ciudadela haber tocado la cara de su padre, la que resplandecía en una tarde olvidada. También el último jefe, cuyas manos cortadas referían la furia de una lucha difusa. Tiene el hijo del héroe las facciones entrevistas por encima del fuego y los miembros potentes y una fiebre palúdica que verifica su origen. Su madre, la apedreada por una larga cadena de manos que se pasaron bodoques, proyectiles y piedras señaladas, apenas deja el mundo es colocada en una tumba al pie del monumento. El día es incluido entre las fiestas del año.
La difunta ha engendrado al hijo del héroe treinta años, tres meses y tres días después de la muerte del padre. El número repetido, fasto, asegura lo que todos conocen y comparten. El niño es arrojado fuera de la ciudadela. El camino lo espera y el cansancio y el sueño tras una marcha larga, cuando ya sea un hombre que continúe la estirpe del miedo y de los héroes.
El narrador, poeta y ensayista Luis Benítez nació en Buenos Aires en 1956. Recibió por su obra en narrativa el Premio del Concurso Internacional de Ficción (Montevideo, 1996); el Premio de Novela Letras de Oro (Buenos Aires, 2003) y el Tercer Premio Municipal Ricardo Rojas (Buenos Aires, 2022). Ha publicado las novelas Tango del Mudo (Montevideo, 1997; Buenos Aires, 2003; Bolonia, 2004; Buenos Aires, 2012); El Metro Universal (Buenos Aires, 2012; Rumania, 2018); Hijo de la Oscuridad (Buenos Aires, 2012); Sombras Nada Más (una novela del peronismo mágico) (Buenos Aires, 2012; Milán, 2014); Madagascar (Buenos Aires, 2017); Los Amantes de Asunción (Buenos Aires, 2019) y El deseo y la furia (Buenos Aires, 2022). Publicó las colecciones de cuentos Las Ciudades de la Furia (provincia de Corrientes, 2016) y Se acaba el mundo y nosotros afeitándonos (provincia de Santa Fe, 2023). Sus 44 libros de poesía, ensayo y narrativa han sido editados en Argentina, Chile, España, Estados Unidos, Francia, Inglaterra, Italia, México, Rumania, Suecia, Venezuela y Uruguay.
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