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ORCAS
Ramiro Cachile
El hombre está muriendo. La muerte es un lugar solitario. Todo lo que alcanza su vista es blanco. Todo lo que alcanzan sus oídos es artificial. Vuelve a cerrar los ojos. Vuelve a concentrarse en esto. El movimiento del mar: inevitable. Un bamboleo suave, constante. El mar duerme al sol. Uno a cada lado de la rueda del tractor. Flotan, espalda contra espalda. Sostienen sus cañas. No hay pique. Están desnudos. El agua les moja las nalgas. Hablan de las chicas del bar de anoche. Eran hermanas o eso entendieron. Quizás eran primas. Ellos querrían que fueran hermanas. Sienten que eso reforzará la historia, que eso la hará recordable.
No saben, no pueden saber. Son jóvenes. Los años degluten la memoria.
Una brisa llega desde la tierra. Una brisa y un murmullo, como un sollozo, como un lamento. En la costa, la gente grita: cien, doscientos, trescientos metros más allá. Entre ellos, entre ellos y el resto del mundo, se desgañitan las gaviotas. Se pelean por los peces. El viento no trae palabras, trae semillas de un lenguaje primitivo. Las rompientes. La tierra y el mar dialogan. Un matrimonio antiguo como las estrellas. Del otro lado, se forma una tormenta. Acaricia el cielo, se pliega al agua. En el horizonte, una línea brillante, fina, alargada, como el registro del monitor cardíaco. Una fosforescencia esencial. La frontera de todas las cosas. Se quedan en silencio. Las nubes del fondo se deshacen, como cortinas de vapor, como polvo de cenizas. Un paraíso imposible, una acuarela de grises, de electricidad. No pueden distinguir si el agua sube, baja o levita. Para ellos, todavía el sol.
Alguien le acaricia la frente, le dice que ya puede descansar, que todo va a estar bien.
Ellos disfrutan, sus pieles rojas, los pelos tostados, las antiparras sobre la cabeza. La corriente del Brasil gira bruscamente la rueda. El agua ahora es cálida. Empiezan a tambalear. La superficie se agita, pierden el control de sus cuerpos. Son parte de un todo, son nada en la nada. Guardan sus cañas. El mar respira géiseres, habla con silbidos, con gritos impulsivos. Islas de carne, negras y blancas, avanzan hacia el sur del mundo. Son diez jorobas, son cincuenta, cien; son miles. Se elevan, las más hábiles. Vuelan, bailan en el aire, el agua les resbala por el cuerpo como infinitas cascadas, caen. Siguen su camino. Migran.
Las más jóvenes delante, las cazadoras. Las más grandes detrás, las madres.
Ellos se agarran de la rueda, gritan, agitan las manos, agradecen a los dioses que ven. Una revelación, una epifanía. Ahora la tormenta está encima de ellos. La luz de la habitación parpadea. Después todo se apaga, todo se calma, como en un eclipse de sol, como un milagro incontestable.
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COMO ESCRIBÍ "DEJAR LA INFANCIA" Por Graciela Scarlatto 17/11/2023
¿Por qué es efímera la felicidad? Esos estados de luz, de gracia (la infancia, la salud, la inocencia, incluso el amor y hasta la fe) son lábiles.
Yo no puedo escribir desde las certezas o el conocimiento de algo. Siempre lo hago para saber, como si la verdad emergiera paso a paso tras cada oración y, al final del cuento, ocurriera un milagro: tres o cuatro frases que son una epifanía de la verdad que buscaba.
Por lo general todo comienza con una imagen: un fotograma con la potencia necesaria para desencadenar una historia. Así, los preciosos caballitos al trote, que una nena ve en una avenida de Mendoza, dan por tierra con su fe en Papá Noel. Los patines que son objeto de un deseo irrefrenable desencadenan la historia que acaba con la infancia de una niña.
Esos momentos de quiebre son arteros, se presentan con cierta falsa inocencia y lo cambian todo. A partir de su ocurrencia no somos nunca más los mismos.
Una mujer vive en un matrimonio feliz y descubre una verdad que aniquila esa certeza a partir de un inocente moño de regalo. Unas cuantas gallinas y varios pollitos son suficientes, durante una tormenta, para que una mujer descubra y acepte su esclavitud, o la simple existencia de un beso en la mejilla basta para admitir un afecto antiguo y llegar al perdón. Marito dibuja Atlantes y cree que su vida seguirá ciertos carriles hasta que en su último dibujo se revela un hombre de rodillas: y no es otro que Mario mismo.
Escribir es incluso un estado de gracia. Una máquina de emoción e inteligencia que nos arrastra, como una flecha, hacia el final de un cuento. Yo, por ejemplo, no sé nunca cómo terminará una historia y ese es un momento agónico, hasta que se desliza (como por arte de magia) ese momento de epifanía que busco y llega el punto final. Entonces ocurre algo parecido a la felicidad: un nuevo saber, una emoción, una verdad ha venido a comparecer al final del texto.
¿Qué cosas son capaces de transformarnos? ¿Qué hechos tienen el poder de aniquilar nuestros estados de gracia y nos cambian para siempre? Creo que escribir, que la literatura, la ficción, tienen el poder de abrir nuevas preguntas. No me parece divertido trabajar desde posiciones tomadas y certezas. Cada cuento, cada poema o novela me transforman porque revelan preguntas nuevas para mí, y las respuestas halladas nunca son inocuas. Al contrario, hay un peligro en ese estado de gracia que es la escritura, porque nos cambia; transforma eso inamovible que creíamos ser.
Escribir este libro insumió mucho tiempo. Viví tres años hermosos con esas preguntas. Trabajé los cuentos con Roberto Ferro, cuya partida nos dejó a todos sus alumnos en la orfandad, y en el taller de Maximiliano Tomas. Con ellos y mis compañeros compartimos parte del proceso creativo. Pero uno está solo en el momento de decidir qué se queda y qué se va. Escribir es un modo muy bello de la soledad. Después de reunir casi veinte historias, llegó el momento de verificar si en el libro había un hilo conductor, una unidad, y de descartar varias de ellas. Creo que la coherencia es fundamental. Una antología de autor con cuentos seleccionados al azar suele resultar en un monumento al ego personal que nunca es un libro (salvo célebres excepciones). Es importante la cohesión, que cada historia resignifique a la siguiente.
Así, después de “Lo escondían todo”, una historia sobre los motivos que nos unen, a veces imaginarios o espúreos, el cuento “Crónicas de una boa y un cascarón –que también es un capítulo de mi segunda novela, “Los pozos”– puede leerse a la luz del sentido del cuento anterior. Esa epifanía hallada en “Lo escondían todo” debería iluminar (espero) la historia de una niña que sabe, a los once años, que nació en el cuerpo equivocado. Esconder y dar a luz es un juego dentro de la circulación de sentido en este libro.
“Lagartija” –una historia en que el estado de gracia de un papá que siempre tiene razón se ve trastocado por la repentina madurez de su hijo– está precedida por otra historia en la que el estado de gracia de todo un país se destruye a partir de una manifestación y, con él, la fe de una niña. Fue en el Mendozazo de 1972.
Con respectro al lenguaje, no quise ser estridente, sino sencilla. Me preocupé por lograr (ojalá lo haya conseguido) una prosa elegante que fuera transparente y también, en lo posible, polisémica. Pero me atraía, sobre todo, que la historia fluyera rítmicamente a través de las frases sin escatimar sentido con ninguna dificultad u oscuridad.
Unas palabras finales: para mí no hay recetas, momentos propicios, inspiración "alada" ni nada que pueda condicionar la escritura. Escribir es una corriente de necesidad. Yo escribo en la mesa de la cocina, pero también en el colectivo, de mañaña o en la madrugada, por las noches –en el baño, a veces, anoto frases con el teléfono– o en una fiesta, pensando en los conflictos de un personaje que se rebela. Es, en una palabra, algo que me pasa y que no puedo evitar. Después, en el momento de la corrección, entran a tallar las cosas aprendidas principalmente con la lectura de textos enormes que me acompañan desde la juventud y de textos nuevos, igualmente felices. Los talleres son también una fuente de conocimiento y ayuda a la hora de corregir: las observaciones del moderador y de los compañeros. Yo tuve la fortuna de hacer taller con grandes maestros como Roberto Ferro, Maximiliano Tomas, Gabriela Cabezón Cámara, Luciano Lamberti, Mariano Ducros y Mariano Quirós, entre otros.
Diría entonces que este libro fue fruto de la dichosa soledad de escribir y la virtuosa compañía de mis amigos y maestros. Pero sin duda fue, sobre todas las cosas, un estado de gracia: una absoluta felicidad.
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EL MAMELUCO DEL FRIGORÍFICO
Mariel Pardo
Muchas veces debí guita. En esa oportunidad era gente pesada. Me escondí un tiempo, no dejándome ver por donde solía parar. Tenía toda la sensación de que me andaban vigilando. Yo sabía que no iba a pasar mucho hasta que me encontraran, pero no tenía idea de qué hacer.
Una mañana, saliendo de casa, me agaché detrás del vecino que abrió la puerta del pasillo –precaución que solía tomar antes de salir a la calle- y los vi. Dos tipos de aspecto jodido. Me di vuelta, salté la medianera y me escapé por la casa de al lado. Me puse un mameluco que encontré colgado y caminé rapidito en dirección contraria a la esquina en donde se habían parado los dos.
La ropa estaba manchada de sangre seca en la pechera. Era de Antonio, un muchacho que trabajaba en el frigorífico. Tenía ese olor nauseabundo a tripa.
Yo no sé si me reconocieron o tan sólo dudaron, por mi manera de caminar o mi evidente incomodidad con el traje. La cosa es que noté que me andaban detrás a una distancia prudencial, como si no estuvieran seguros de que el del mameluco manchado de sangre y líquidos putrefactos fuera su objetivo.
Me fui para el frigorífico. Le anduve cerca y, dando un rodeo, me los encontré de frente. Manoteé el bolsillo y saqué una cinta con un cartel identificador: “Antonio Peralta –Faenamiento”. Con una sonrisa que inventó mi desesperación –o lo que me salió, un tembleque en el costado de la boca- me colgué la cinta al cuello y volví sobre mis pasos. Caminé apurado hacia la entrada, como si me hubiera dado cuenta de pronto de que llegaba tarde. Me quedé parado cerca de la puerta.
En eso, me llama la atención un superior, y me manda a trabajar. Sin saber adónde dirigirme, seguí el chirrido de una sierra. Apenas entré y vi las reses colgadas de ganchos y las palanganas que recogían la sangre que les chorreaba, me desmayé.
El enfermero del frigorífico me quiso fajar ni bien abrí los ojos. Sabía que era un impostor porque lo conocía a Antonio. “Encima maricón” repetía.
Hubo algo en él; no sé, cierta nobleza en sus modales brutos, la intuitiva confianza que me generó uno de sus ojos completamente estrábico… Algo de eso me hizo contarle porque había caído ahí. No se alarmó ni se molestó; más bien le causó gracia.
Le prometí unos pesos. Le mentí que estaba por cobrar una plata. Me aguantó toda la mañana y hasta me convidó cigarrillos y un mate cocido. En cuanto pudo, me escondió detrás de una camioneta que salía con unos tachos de achuras.
A los tipos los perdí. Igual, a la pieza no volví más; me tuve que ir. Pero bueno, esa es otra historia.
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