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Aluxes
Fabiana Galcerán
Bitácora de expedición
Región de Hecelchakán, Yucatán
Viernes, Abril 1º
La caminata se hizo demasiado pesada. Tuve que dejar cosas por el camino y decidir qué sería lo más importante para llevar. Eso desató una guerra interna. El libro sobre pueblos precolombinos era muy pesado. Acaricié su primera página, las palabras de mi padre casi no se leían, estaban borroneadas de tanto leerlas. No importaba, las sabía "de corazón" como dicen los ingleses.
Tuve que apurar el paso, en estas tierras la noche cae de golpe, como para atraparte. Busqué un refugio. Tuve suerte. Encontré una pequeña abertura en una roca, no lo bastante grande como para ser una cueva, pero amplia como para meter la bolsa de dormir. Me acurruqué contra la piedra, que estaba todavía caliente. Antes de quedarme dormida de agotamiento murmuré una pequeña oración por el guía muerto. Tan joven y con problemas del corazón. Pobre diablo. Deberé informar del deceso ni bien llegue al campamento. Espero las autoridades puedan dar con su cuerpo.
Sábado, Abril 2
Llegue al fin, al atardecer. En lugar de encontrar una excavación en movimiento, sólo encontré los vestigios inciertos de un pequeño campamento. La tienda más grande sobrevivió a lo que sea que arrasó con lo demás. Encontré carne ahumada, y muchas latas enterradas en un pozo que hacía las veces de heladera.
Tal vez el doctor Mayola haya ido con un grupo a excavar en algún otro lugar. Tendré que esperar. No comas ansias, diría mi padre. Decidí armar mi propio lugar en la tienda grande, dudo que el doctor se molestara. Coloqué las pocas cosas que logré traer como si fuesen un tesoro junto al saco de dormir, bien lejos de la puerta. Me hice un festín con un poco de carne, arroz que cociné y una botella de Tequila.
Domingo, Abril 3
Reviso las excavaciones con la luz del sol. Una mastaba con una cámara con dibujos cuneiformes, más de lo de siempre: dibujos de Tezcatlipoca, de Quetzalcoatl, un par de Chaac mool. Nada nuevo. Donde estarán los demás. Cuando volverá el doctor. No comas ansias.
Vuelvo desilusionada a la tienda y me preparo para la tormenta. El viento sopla fuerte.
Lunes, Abril 4
El viento sigue soplando, pero la tormenta no viene. Es un viento deshidratado, de sonido constante. Empieza a influir en mi siempre marcado optimismo. El viento y la soledad. Como si anticipara algo, algo que llega, o que concluye, como un suspenso perpetuo que no mengua. El viento me hace escribir estupideces: el viento y la soledad.
Martes, Abril 5
Nadie vuelve, nadie llega. El tiempo se suspende como un paréntesis, como si el mismo día se repitiese una y otra vez.
Para distraerme me atrevo a romper el candado de uno de los baúles de la tienda del doctor.
Con entusiasmo encuentro el hallazgo. Los Aluxes están envueltos en paños de algodón. Son pequeños, de orejas grandes, ojos redondos que presumo fueron hechos hundiendo el pulgar en el barro. Estas figuras solían ser copias de los integrantes del pueblo. Las enterraban para que nadie pudiera jamás abandonar el hogar. Algunos están parados, otros en posición de rezo y otros sentados con las piernas cruzadas. Sus bocas son gruesas con un rictus hacia abajo. Y al darlos vuelta encuentro el signo que confirma mi teoría y por el que el doctor Mayola mandó a llamarme.
Llevo un par a la mesa, enciendo la linterna y con la lupa miro con atención. Mi viaje no fue en vano, la confianza de mi padre en mí tampoco lo fue. El signo "würm" de la cultura clovis está en la base de la estatuilla. Este Aluxe prueba que seres humanos procedentes de Siberia ingresaron al continente americano por el estrecho de Bering y que de alguna forma llegaron hasta aquí. De pronto escucho una risa alegre a lo lejos. ¡Llegaron! Corro hacia afuera, pero no hay nadie. Sólo es mi imaginación. Pienso en la prueba de carbono catorce que probará mi teoría y la del doctor.
Miércoles, Abril 6
El viento sigue sonando. Ni una nube empaña el horizonte.
Como para que las horas pasen empiezo a escribir mi libro.
"Los Aluxes comenzaron siendo un pueblo en el 600 AC, eran de contextura pequeña y rasgos orientales. Vivían en grupos pequeños, en rústicas mastabas que bendecían haciendo pequeñas estatuillas, copias de ellos mismos. Enterraban las figuras para asegurarse de que ninguno del grupo pudiera jamás abandonar el hogar”.
Risas, vuelvo a salir ilusionada. No hay nadie, el viento trae sonidos de la montaña, vestigios del canto de algún pájaro. No comas ansias.
Jueves, Abril 7
Por la noche algo me despierta. Escucho movimientos, corridas, algún susurro. Busco espantada la causa, pero no veo a nadie. Me reprocho haber tomado más tequila del que debía, pero el viento, ese sonido incesante, si al menos tuviera una radio.
Viernes, Abril 8
Alguien robó los Aluxes. Busco huellas, uso los prismáticos. Nada. Solo el polvo que levanta el viento. Alguien robó el logro de mi vida. Alguien me robó los Aluxes. Después de gritar a los cuatro vientos mi desesperación, me dispongo a partir. Ya no tiene sentido quedarme. Encontrarán al ladrón cuando intente vender los aluxes. No te aflijas. No comas ansias.
Lleno la mochila de comida y la cantimplora de agua y salgo. Camino por ese semi-desierto hasta la noche, me dispongo a dormir.
Viernes, Abril 8
Me despiertan risas, estoy en la excavación, de nuevo. ¿Cómo llegué? Lleno la mochila de comida y la cantimplora de agua y salgo.
Camino por ese semi-desierto hasta la noche, me dispongo a dormir.
Viernes, Abril 8
Me despiertan risas, estoy en la excavación, de nuevo. ¿Cómo llegué? Lleno la mochila de comida y la cantimplora de agua y salgo.
Camino por ese semi-desierto hasta la noche, me dispongo a dormir.
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DOS OJOS QUIETOS
Federico Vilar
Fue durante el último verano, antes de graduarse. Había llegado a la estancia para las fiestas y se iba a quedar unos meses. Tenía que preparar exámenes, pasar tiempo con los abuelos y decidir algunas reformas en el campo.
A los pocos días, se quedó solo: su padre se fue con los troperos hasta otra estancia, a varios kilómetros. Tardaría en volver. Lo único que le quedaba era concentrarse en los apuntes y prepararles la comida a los abuelos, que no salían de la habitación; charlar con el encargado; o fumar hasta muy tarde, con una copa en la mano, escuchando al mayordomo. En una de esas charlas, se enteró de que los peones organizaban una carneada.
Ese día se levantó temprano. Había algo de impaciencia. Quería verlos: quería contemplar esa escena que su padre le había negado tantas veces. Llevaron al novillo desde el fondo del corral. Lo habían enlazado mal y la cuerda le agarraba una parte de la cabeza; pasaba entre los cuernos y después bajaba por el pecho, hasta las patas. El animal se resistía dando saltos. Tuvieron que arrinconarlo contra las tablas y empujarlo con los caballos.
Él miraba cómo el capataz fumaba tranquilo, recostado sobre un palenque y, durante cada pitada, parecía medir el tiempo o estudiar el asunto. El cigarro temblaba en su mano: un pulso desordenado. En la otra tenía el cuchillo. Era un hombre de pocas palabras. Le hizo una seña para que se moviera cuando abrieron la puerta del corral más chico, el que daba a la manga donde vacunaban o atendían a los animales enfermos. Córrase, m’hijo. Escucharlo hablar fue una sorpresa. Después, tiró el cigarro y saltó el alambrado.
En ese lugar más reducido lo pialaron con facilidad, con una rapidez que solo pueden tener las personas acostumbradas a un accionar muy estudiado. El novillo cayó con fuerza, pero sin entregarse. Todavía intentaba bruscos revolcones y tiraba del lazo con furia. Cuando consiguieron mantenerlo inmóvil, uno de los peones le dio un golpe con un hacha: el ruido pareció difuso, casi lejano. Desde el lugar donde los veía, pudo escuchar cómo resoplaba el animal y sintió un poco de lástima. El capataz asestó la primera puñalada y, después, otra. La sangre brotó con chorros potentes, que le mancharon la cara y la ropa. Nada de eso parecía inquietarlo.
La agonía, aunque fuera rápida, no dejaba de ser asombrosa. Le llamó la atención que el grito se hubiera apagado de a poco. Uno de los peones se apresuró a juntar la sangre en una olla. El capataz limpió el cuchillo con el pañuelo y él se detuvo a pensar en los primeros cazadores: tal vez se reunían en pequeños grupos en torno al animal muerto y aspiraban el olor de la sangre, que abre el apetito. Pensó que era un acto que nos acompaña en nuestros genes. Mientras el novillo daba un estertor definitivo, el capataz prendió otro cigarro y se acomodó el sombrero. Los demás prepararon una cadena y un aparejo para levantarlo y seguir con la faena. La sangre ya había desbordado la olla y se esparcía por el piso, donde revoloteaban las moscas.
Primero, le cortaron la cabeza, con la misma naturalidad con que antes lo habían enlazado o empujado hasta encerrarlo. Una tarea prolija, un corte que, a simple vista, parecía hecho con precisión minuciosa. Después, le cortaron el vientre y dejaron que las tripas se fueran desparramando a medida que salían del cuerpo. Guardaron los riñones y el corazón en un balde. Les arrojaron los pulmones a los perros, que esperaban inquietos dando vueltas alrededor. Los peones discutieron para ver quién se quedaba con el resto de las entrañas, mientras el capataz volvía a tomar el cuchillo y lo afilaba con paciencia en una piedra diminuta. Sorbió el mate antes de hablar: le dijo que podía quedarse con la cabeza. Lo dijo de un modo inexpresivo, con la indiferencia del que está ocupado en cosas importantes. Las palabras podían ser un desafío o una cortesía. A esa altura, daba lo mismo.
Él se acercó, tímidamente, para tomar el trofeo. Tuvo que saltar la empalizada y ahuyentar a los perros. Los peones no dejaban de mirarlo y, en ese momento, no hacía más que pensar en una tribu o en una manada de lobos. De alguna forma, era un intruso y tal vez resultaba injusto que le dieran ese premio simbólico. Tomó la cabeza por las astas y escuchó el aleteo de las moscas. Supo que tenía todas las miradas sobre él, como si fuera el próximo animal dispuesto para el sacrificio.
No se atrevió a mirarlos, pero podía sentir que lo seguían fríamente. Tal vez analizaban sus movimientos, con la malicia de los que ven algo gracioso en la torpeza ajena. El silencio era pesado y abrumador. Aun a la distancia, el humo del cigarro le llegaba con cierta espesura. Al final, hubo un murmullo y unas risas: le costaba manipular la cabeza y trepar la empalizada. Y le costó mucho más adivinar, en ese esfuerzo, una cuestión de hombría. Entonces, se apuró para salir del corral lo antes posible.
Escuchó el ruido de los cuchillos raspar contra una piedra; imaginó el fulgor de las hojas bajo el sol de mediodía, en una especie de llamado. Alguien jugaba con el lazo y trazaba círculos en el aire. Los perros formaron de nuevo una ronda, sin prisa, y empezaron a gruñir. En su esfuerzo por no mirarlos, tropezó varias veces, aunque se alegró de no escuchar ninguna burla.
La cabeza del novillo tenía la lengua afuera y los ojos fijos. Le asombró que todavía pareciera vivo. Solo eso: las pupilas un poco nubladas, como ausentes. Nada más: apenas dos ojos quietos.
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LA CANASTITA
Vanesa Gómez
Todo blanco y listo sobre la cama: la camisa de seda con botones de nácar, la falda plisada, las medias con volados, las guillerminas que huelen a nuevo dentro de la caja y, lo más importante, la canastita hecha de cintas, moños y tules, con las tarjetas adentro. Tarjetas que intercambiaría por dinero. Venían todos los familiares al asado que el abuelo hacía en el patio, así que esperaba juntar lo suficiente como para comprar las muñecas de Sailor Moon que ya hacía un mes brillaban en la vidriera del kiosquito amarillo.
Se llevó los zapatos a la cara y los olió. Le gustaba el olor de las cosas nuevas. Los zapatos se los había regalado la madrina, por suerte, porque la madre había dicho que usara zapatillas blancas o alpargatas. Ella ya había hablado con las compañeras. No quería ser la única en ir sin zapatos.
Se vistió. Con el apuro, abotonó mal la camisa. Tuvo que hacerlo de nuevo.
—Ya estoy —dijo.
La cortina anaranjada de la habitación de la abuela se movió. Su madre entró, poniéndose una pulsera dorada. La miró de pies a cabeza. Ahora va a encontrar algo mal, pensó ella.
—Sentate —dijo la madre.
Ella obedeció y se sentó en la cama. La madre le cepilló el pelo y se lo recogió en una trenza con un moño blanco.
—A ver, mirate —dijo.
Ella corrió hacia el espejo y se miró de frente, de costado, también intentó verse de espaldas, desde cada ángulo posible. Casi bonita, pensó.
Salieron al patio. El abuelo acomodaba leña y carbón a un costado de la parrilla.
Su padre bajó la escalera del patio, de saco y corbata. Olía a perfume. Se abrochaba el reloj pulsera. Ella lo miró en silencio. Nunca lo había visto desarreglado. Le hubiera gustado decirle algo. No. Le hubiera gustado que él le dijera algo. No mucho. Aunque fuera una mentira. Que estaba linda, por ejemplo, que parecía una princesa, como su madre. Pero no. Él se limitó a mirarla de arriba abajo, como si buscara algún error. Le palmeó tres veces la cabeza y fue a encender el auto.
En el patio, sentados alrededor de dos tablones cubiertos por manteles, la familia hacía sobremesa. Ella entregaba las tarjetitas. Una por familia, le había dicho la madre. Quería que le alcanzara para llevarle también a los vecinos. Poco a poco la cajita fue llenándose de monedas de distintos tamaños y billetes de diferentes colores. Estaban los que hacían chistes con que habían puesto mucho dinero. Esa era la trampa: ella extendía la tarjetita y quien daba el dinero lo introducía sin que pudiera ver cuánto ponía. Pero enseguida iba corriendo al baño o a la pieza y contaba el último montoncito.
Había reunido casi el total para las muñecas Sailor Moon. No le faltaba mucho. Podía juntarlo, si ahorraba cada día el dinero del recreo o lo que le diera el abuelo por hacer los mandados, lo que le diera la abuela, que siempre guardaba los vueltos en una tetera y se los regalaba. Incluso, podía pedirle a sus padres, les diría que ahorraba.
Uno de los tíos empezó a preguntar cuánto había juntado, y las voces de tíos, tías, primos y primas se sumaron al coro. Ella dijo la cifra y retumbó el aplauso. Empezaron las bromas de préstamos. Fue hasta la pieza de la abuela y se puso una remera larga que le quedaba como un vestido. Se metió en la cama, la canastita a un costado. La abuela entró sin hacer ruido. Encendió el velador y la vio despierta. Le preguntó si precisaba algo. Ella le mostró la canastita y le dijo que no sabía dónde guardarla. La abuela le señaló el ropero, la parte alta. La dejó ahí, oculta debajo de bolsas con la ropa de invierno. Le dio un beso en la frente y volvió a la cocina con las mujeres, a limpiar el desastre de platos y vasos que había quedado de la fiesta.
Estaba a punto de apagar el velador cuando entró el padrino y se sentó frente a ella, en la cama de la abuela.
—¿Dónde vas a guardar la plata? —preguntó.
Ella señaló el ropero. El padrino se puso de pie y revisó.
—Está muy bien —dijo—. Si lo llevás a tu casa te lo van a gastar todo.
Cada día, a la vuelta de la escuela, pasaba por el kiosquito amarillo y miraba la caja con las muñecas de las Sailor. Faltaba poco. Cuenta regresiva, pensaba. Y cruzaba los dedos de las manos y de los pies para que a nadie se le ocurriera ganarle de mano y comprarlas antes.
La sospecha empezó a la siesta. La abuela dormía en la cama de una plaza y ella, en la otra cama, golpeaba con un pie la pared, cosa que hacía cuando no conseguía dormirse.
Vio que el tío entraba en silencio a la pieza. Se quedó quieta. Lo vio buscar arriba, en el ropero, la canastita y sacar dinero de ahí. Enseguida se levantó y se puso a contar cuánto había. Para su sorpresa, quedaba menos de la mitad. Fue hasta el comedor donde los tíos almorzaban y les preguntó si ellos habían usado el dinero.
La tía le dijo que no se preocupara, que se cobraban una deuda del padre, que él le iba a devolver la plata.
Vio como la tía se sirvió un cuarto de vino blanco de la cajita, le puso hielo y agua, hasta el borde. El tío miraba la tele, imperturbable.
—Yo estaba ahorrando para…
—Ah… y bueno, jodete por boluda, hace más de un mes que está la plata ahí y no te compraste ni un caramelo —dijo la madrina y se llevó un trago de vino a la boca.
Giró en silencio y subió la escalera del patio. Tenía la canastita entre las manos. Su madre, sentada en la cama, le daba la teta a su hermanito que chorreaba una gota de leche de una de las comisuras de la boca y pestañeaba.
Le contó a la madre lo que le habían dicho los padrinos.
—Jodete por boluda —dijo la madre—. Tu padre no tiene para devolverte eso. Además, ellos no arreglaron nada con nosotros, es mentira. La hubieras guardado acá, esta es tu casa, estoy cansada de decirte que abajo no es tu casa.
Se puso de pie y le sacó la canastita de las manos. Volcó el dinero sobre la cama y empezó a contarlo, haciendo montoncitos de $10 con las monedas.
—No llegás ni a los $500. Vi una remera muy linda en la tienda de acá a la vuelta. A la tarde vamos y te la medís. En algo tenés que gastar tu plata.
Ella se quedó mirándola en silencio.
Bajó la cabeza. La madre sonreía. Sintió algo oscuro en el pecho. Algo que nunca antes había sentido: una mano abierta que cerraba despacio los dedos y formaba un puño. Caminó hacia la puerta. Entonces las palabras llegaron, de golpe, todas juntas. Giró, levantó la cabeza y miró a la madre a los ojos. Le pareció que ya no era tan bella. Ni tan buena. Ni tan princesa. Una por una desfilaron frente a sus ojos las brujas malvadas de los cuentos que había leído y de las películas que había visto.
—La tía me dijo lo mismo —dijo.
Vio el rictus en la boca de su madre. Ahora sí, una verdadera bruja, pensó.
Salió de la casa y bajó las escaleras peldaño por peldaño, ya no de a dos o de a tres como solía hacer. Sentía el cuerpo raro, pesado. Ajeno.
La abuela baldeaba el patio con lavandina y perfumina. Pasaba una escoba de paja sobre el piso de portland, parecía cepillar algo.
Ella se puso a saltar sobre uno de los charcos y a salpicar agua. La abuela sonrió. Le preguntó si quería tomar la leche. Algo debió notar, la abuela, algo en el silencio, en los ojos, en el cuerpo. Dejó la escoba contra la pared y abrió grandes los brazos. Fue un acto reflejo. No lo pensó. Corrió hasta sentir la aspereza del delantal de cocina en sus cachetes. Los brazos gordos y fofos apretando fuerte, envolviéndola. La respiración de su abuela le hinchaba y deshinchaba la panza. No supo cómo o por qué, pero las lágrimas comenzaron a salir, incontenibles, como cuando se pone un vaso debajo de la canilla abierta y se llena rápido, tan rápido que no se hace tiempo a cerrar la canilla y el agua desborda y chorrea. La abuela le pasó un dedo por la cara, limpiándole las lágrimas.
—¿Té con leche? —preguntó.
Ella asintió en silencio.
Entraron a la casa juntas a preparar la merienda.
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