Tema del héroe
Luis Benítez
I.
Veo al héroe dormido a dos kilómetros de la redonda ciudadela. Dentro de ésta las mujeres especulan sobre la belleza del héroe y los hombres, temerosos unos, los otros desdeñosos, están inquietos por la necesidad de salir al campo, antes de la tarde, a recoger el ganado.
El héroe apoya las anchas espaldas en una palmera flexible, contra un rígido algarrobo, reposa extendido sobre la hierba. Cada tanto espanta de sí los insectos, para él lo Feroz, con la mano infinita de los sonámbulos, que nada aferran y en la nada duermen. En el sueño la mano tiene una clava mortífera; en ese mediodía, una cicatriz reciente.
Un hijo de la ciudadela por fin se anima y tuerce el camino hacia el río para no evitar la conocida planicie. Pero es apenas un valiente. No es un héroe. Éste tiene una piel de pantera y desde hace seis meses un caballo prestado. El valiente tiene cabras, techo, perros y pastores que empujan sus ovejas de sol a sol y una mujer de noche, preñada casi siempre. El valiente deja dátiles o trigo o maíz a diez metros del héroe. Traza un signo mágico en el aire. Al llegar a las puertas dirá que el otro es un gigante y que él le tocó la cara.
Allá en la ciudadela las viejas y los sacerdotes y los tontos habrán comenzado a hacer su trabajo con el héroe. Unos le habrán visto anunciado en unos nacimientos monstruosos o en un cometa que cayó más allá del horizonte. Otros, en la repentina distracción de la sangre, antes fluyente y exacta, de las jóvenes hijas.
Para contrarrestar la perturbadora presencia del héroe, un viajero dormido, tendrán que buscar lo Feroz, aterido de olvido en las imaginaciones enturbiadas por la sucesión de cosechas y sequías, antes, urgentemente, de que se pronuncie el alba. Porque si está el héroe tiene que estar lo siniestro para que todo siga en orden.
Alguien por fin recuerda la sombra ambulante del pantano, inventa la maravilla saliendo de un campo de rastrojos, alza un equilibrio furioso para la siesta del héroe. Otro asevera que ha visto lo mismo. Un tercero lo afirma con el mentón, muy convencido.
II.
El combate y el héroe se encuentran a la mañana siguiente. En la ciudadela rezan los que ahora saben de qué tenían que librarse desde la aparición del héroe. Y bendicen los aparentes truenos de ese valle vecino: son los golpes del héroe. Y la lluvia es la sangre de lo encontrado y siniestro, que brota de los cielos por su desusado tamaño. Se instala el momento alarmante de la calma: es que ha aflojado el héroe la violenta defensa que sucedió al ataque. El universo peligra. Peligran el atardecer, la tarde, las mañanas, el claro mediodía. Alguien trae un cabrito y de su cuello surge con la sangre la victoria del héroe.
Debe el héroe. Debe esa hacienda que todos comen de la pira elevada al regocijo y secundariamente como homenaje al dios padre del héroe, que inyectó a tiempo la sangre inmolada en el brazo vivo del héroe y dirigió la flecha, la maza, el cuchillazo. Donde se le asigne un escenario a la lucha, uno verá surgir caballos alados de lo vertido abundante; otro flores rarísimas que, asegura, allí no estaban antes. Un tercero verá en la escena el nacimiento prodigioso del tabaco. Pero el héroe debe. Eso es lo cierto, lo real, comprometido.
III.
Alguien ejerce el blindaje de un escudo. Otro recordó una cadena que iba cubriéndose pacientemente de herrumbre en un galpón de cereales. Alguno, todavía, confió sus preces a la luna de agosto, a Hécate, a la Gran Diosa Triforme, a la Madre. El héroe, fláccido el músculo y la frente batida por la fiebre traída de otras tierras, malsanas, se deja llevar en un sueño hasta la hoguera prevista en el centro mismo de la plaza, que también lo es del mundo. Como lo es en cada pueblo del mundo.
Demora tres días en morir y no es por descuido, sino por las recitadas virtudes del héroe. Un partido de la ciudadela se opuso tras la muerte del héroe y luego de la guerra campal, inmediata y legítima, hizo suyas las futuras cosechas, las ejecuciones consecuentes y el giro inmediato de la historia.
De las cenizas del héroe, mezcladas con boñigas y polvo, se alza un monumento que van a venerar los niños y los viejos con fervores diferentes y en épocas distintas.
IV.
El hijo del héroe nació un día perdurable. Moría aquel que juró en la ciudadela haber tocado la cara de su padre, la que resplandecía en una tarde olvidada. También el último jefe, cuyas manos cortadas referían la furia de una lucha difusa. Tiene el hijo del héroe las facciones entrevistas por encima del fuego y los miembros potentes y una fiebre palúdica que verifica su origen. Su madre, la apedreada por una larga cadena de manos que se pasaron bodoques, proyectiles y piedras señaladas, apenas deja el mundo es colocada en una tumba al pie del monumento. El día es incluido entre las fiestas del año.
La difunta ha engendrado al hijo del héroe treinta años, tres meses y tres días después de la muerte del padre. El número repetido, fasto, asegura lo que todos conocen y comparten. El niño es arrojado fuera de la ciudadela. El camino lo espera y el cansancio y el sueño tras una marcha larga, cuando ya sea un hombre que continúe la estirpe del miedo y de los héroes.
El narrador, poeta y ensayista Luis Benítez nació en Buenos Aires en 1956. Recibió por su obra en narrativa el Premio del Concurso Internacional de Ficción (Montevideo, 1996); el Premio de Novela Letras de Oro (Buenos Aires, 2003) y el Tercer Premio Municipal Ricardo Rojas (Buenos Aires, 2022). Ha publicado las novelas Tango del Mudo (Montevideo, 1997; Buenos Aires, 2003; Bolonia, 2004; Buenos Aires, 2012); El Metro Universal (Buenos Aires, 2012; Rumania, 2018); Hijo de la Oscuridad (Buenos Aires, 2012); Sombras Nada Más (una novela del peronismo mágico) (Buenos Aires, 2012; Milán, 2014); Madagascar (Buenos Aires, 2017); Los Amantes de Asunción (Buenos Aires, 2019) y El deseo y la furia (Buenos Aires, 2022). Publicó las colecciones de cuentos Las Ciudades de la Furia (provincia de Corrientes, 2016) y Se acaba el mundo y nosotros afeitándonos (provincia de Santa Fe, 2023). Sus 44 libros de poesía, ensayo y narrativa han sido editados en Argentina, Chile, España, Estados Unidos, Francia, Inglaterra, Italia, México, Rumania, Suecia, Venezuela y Uruguay.
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EL MAMELUCO DEL FRIGORÍFICO
Mariel Pardo
Muchas veces debí guita. En esa oportunidad era gente pesada. Me escondí un tiempo, no dejándome ver por donde solía parar. Tenía toda la sensación de que me andaban vigilando. Yo sabía que no iba a pasar mucho hasta que me encontraran, pero no tenía idea de qué hacer.
Una mañana, saliendo de casa, me agaché detrás del vecino que abrió la puerta del pasillo –precaución que solía tomar antes de salir a la calle- y los vi. Dos tipos de aspecto jodido. Me di vuelta, salté la medianera y me escapé por la casa de al lado. Me puse un mameluco que encontré colgado y caminé rapidito en dirección contraria a la esquina en donde se habían parado los dos.
La ropa estaba manchada de sangre seca en la pechera. Era de Antonio, un muchacho que trabajaba en el frigorífico. Tenía ese olor nauseabundo a tripa.
Yo no sé si me reconocieron o tan sólo dudaron, por mi manera de caminar o mi evidente incomodidad con el traje. La cosa es que noté que me andaban detrás a una distancia prudencial, como si no estuvieran seguros de que el del mameluco manchado de sangre y líquidos putrefactos fuera su objetivo.
Me fui para el frigorífico. Le anduve cerca y, dando un rodeo, me los encontré de frente. Manoteé el bolsillo y saqué una cinta con un cartel identificador: “Antonio Peralta –Faenamiento”. Con una sonrisa que inventó mi desesperación –o lo que me salió, un tembleque en el costado de la boca- me colgué la cinta al cuello y volví sobre mis pasos. Caminé apurado hacia la entrada, como si me hubiera dado cuenta de pronto de que llegaba tarde. Me quedé parado cerca de la puerta.
En eso, me llama la atención un superior, y me manda a trabajar. Sin saber adónde dirigirme, seguí el chirrido de una sierra. Apenas entré y vi las reses colgadas de ganchos y las palanganas que recogían la sangre que les chorreaba, me desmayé.
El enfermero del frigorífico me quiso fajar ni bien abrí los ojos. Sabía que era un impostor porque lo conocía a Antonio. “Encima maricón” repetía.
Hubo algo en él; no sé, cierta nobleza en sus modales brutos, la intuitiva confianza que me generó uno de sus ojos completamente estrábico… Algo de eso me hizo contarle porque había caído ahí. No se alarmó ni se molestó; más bien le causó gracia.
Le prometí unos pesos. Le mentí que estaba por cobrar una plata. Me aguantó toda la mañana y hasta me convidó cigarrillos y un mate cocido. En cuanto pudo, me escondió detrás de una camioneta que salía con unos tachos de achuras.
A los tipos los perdí. Igual, a la pieza no volví más; me tuve que ir. Pero bueno, esa es otra historia.
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ORCAS
Ramiro Cachile
El hombre está muriendo. La muerte es un lugar solitario. Todo lo que alcanza su vista es blanco. Todo lo que alcanzan sus oídos es artificial. Vuelve a cerrar los ojos. Vuelve a concentrarse en esto. El movimiento del mar: inevitable. Un bamboleo suave, constante. El mar duerme al sol. Uno a cada lado de la rueda del tractor. Flotan, espalda contra espalda. Sostienen sus cañas. No hay pique. Están desnudos. El agua les moja las nalgas. Hablan de las chicas del bar de anoche. Eran hermanas o eso entendieron. Quizás eran primas. Ellos querrían que fueran hermanas. Sienten que eso reforzará la historia, que eso la hará recordable.
No saben, no pueden saber. Son jóvenes. Los años degluten la memoria.
Una brisa llega desde la tierra. Una brisa y un murmullo, como un sollozo, como un lamento. En la costa, la gente grita: cien, doscientos, trescientos metros más allá. Entre ellos, entre ellos y el resto del mundo, se desgañitan las gaviotas. Se pelean por los peces. El viento no trae palabras, trae semillas de un lenguaje primitivo. Las rompientes. La tierra y el mar dialogan. Un matrimonio antiguo como las estrellas. Del otro lado, se forma una tormenta. Acaricia el cielo, se pliega al agua. En el horizonte, una línea brillante, fina, alargada, como el registro del monitor cardíaco. Una fosforescencia esencial. La frontera de todas las cosas. Se quedan en silencio. Las nubes del fondo se deshacen, como cortinas de vapor, como polvo de cenizas. Un paraíso imposible, una acuarela de grises, de electricidad. No pueden distinguir si el agua sube, baja o levita. Para ellos, todavía el sol.
Alguien le acaricia la frente, le dice que ya puede descansar, que todo va a estar bien.
Ellos disfrutan, sus pieles rojas, los pelos tostados, las antiparras sobre la cabeza. La corriente del Brasil gira bruscamente la rueda. El agua ahora es cálida. Empiezan a tambalear. La superficie se agita, pierden el control de sus cuerpos. Son parte de un todo, son nada en la nada. Guardan sus cañas. El mar respira géiseres, habla con silbidos, con gritos impulsivos. Islas de carne, negras y blancas, avanzan hacia el sur del mundo. Son diez jorobas, son cincuenta, cien; son miles. Se elevan, las más hábiles. Vuelan, bailan en el aire, el agua les resbala por el cuerpo como infinitas cascadas, caen. Siguen su camino. Migran.
Las más jóvenes delante, las cazadoras. Las más grandes detrás, las madres.
Ellos se agarran de la rueda, gritan, agitan las manos, agradecen a los dioses que ven. Una revelación, una epifanía. Ahora la tormenta está encima de ellos. La luz de la habitación parpadea. Después todo se apaga, todo se calma, como en un eclipse de sol, como un milagro incontestable.
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